
Es difícil expresar lo que sentimos en Valencia tras la riada del 29 de octubre, con más de 200 muertos y cientos de desaparecidos. Aún estamos en shock y necesitaremos semanas para superar esta fase crítica. Tenemos el corazón encogido de ver fango y coches aplastados que bloquean las calles. Son miles las familias que han perdido sus negocios, sus puestos de trabajo, vehículos, muebles y recuerdos, cuando no un ser querido o vecino. Van a hacer falta meses para recomponer algo sus vidas, de una experiencia que marcará para siempre.
Ante tal magnitud de catástrofe y sufrimiento se abren muchos interrogantes. ¿Se podría haber evitado, se podría haber alertado antes, se podrían haber previsto infraestructuras hace años en una zona de alto riesgo de inundación donde se ha construido hasta los márgenes de los barrancos? Se buscan responsables, y habrá que corregir lo que ahora nos damos cuenta de que llega tarde, pero en estas semanas no es tiempo de debates, acusaciones y polarización, sino de ayuda concreta y rápida.
Es emocionante ver a miles de personas cruzando a pie el “puente de la solidaridad” sobre el cauce nuevo (cauce que se construyó tras la riada de Valencia en 1957 y ha evitado una desgracia aún mayor) para ayudar a limpiar casas y calles. Se vuelve a demostrar que ante la adversidad, los seres humanos activamos nuestra capacidad de compasión y amor, incluso con desconocidos, para aliviar el sufrimiento de otros. Estamos hechos así, y es valioso recordarlo, aunque sea en situaciones tan límite.
Hay muchas personas que ven las noticias estremecidas, pero son los que tienen barro en los pies quienes aprecian el espectáculo dantesco en muchos pueblos y las colas para coger agua, alimentos o medicamentos. Sugiere un escenario de guerra. Pero es diferente, pues no son seres humanos matando a otros, sino una catástrofe natural, que podría haberse reducido, paliado, pero no evitado. Aun así, el sufrimiento es extremo para muchos que han perdido su modo de vida y van a tener que recomenzar una nueva historia. Cuentan con el apoyo de toda la sociedad, pero queda mucho, mucho, por hacer, un duelo que habrá que acompañar durante muchos meses.
Algunos se preguntan dónde está Dios en estos acontecimientos trágicos. Cada uno deberá revisar sus creencias para comprender su presencia real en cada ser humano, en cada persona que sufre o muere. Y su presencia indudable a través de las manos que ayudan a quitar el barro, que recogen alimentos, dan un abrazo, consuelo, esperanza. Es necesario rezar por los que sufren, y por los que tienen autoridad y por toda la sociedad que se construye y se une más en los momentos difíciles. Pero la oración debe impulsar a concretar el amor, no bastan solo la fe y la esperanza. Los cristianos nos jugamos nuestra veracidad poniendo en práctica el Evangelio en momentos así, y cada persona puede hacerlo según sus capacidades con quien tiene más cerca, cada prójimo.
Es labor de todos promover la solidaridad entre vecinos y amigos, desprenderse de algo para compartir con estos miles de personas que durante meses van a necesitar ayuda. También difundir una mentalidad de colaboración y no echar culpas a otros, sin descuidar las responsabilidades y la justicia. Es muy difícil reaccionar ante una tragedia así. Invitemos a todos a hacerlo, sea cual sea su convicción, porque nos une la esperanza de construir un mundo unido, y eso se demuestra especialmente ante las adversidades.