
Kazuki había nacido en el archipiélago japonés. Sus padres eligieron este nombre por su significado: «esperanza armoniosa». Vivía en el campo, en una preciosa residencia, junto al estanque de lotos. Pero ella no habitaba en la casa, sino en una pequeña oquedad en el tronco de una glicinia. Esta era robusta, resistente, y sus racimos de flores violetas caían como en cascada.
Kazuki era pequeña, muy pequeña, incluso diminuta, y cuando en verano las semillas de la planta maduraban en las vainas, le gustaba saltar de una a otra, como si fueran toboganes. Al llegar el invierno disfrutaba metiéndose en su interior para ver calentita las estrellas. Kazuki no podía imaginar vivir en un lugar mejor.
Un día estaba plácidamente durmiendo dentro de la vaina cuando una mano recogió varias y las introdujo en una bolsa. Al despertarse, Kazuki no sabía cómo ni por qué estaba en un barco. Entró en pánico: ¿La echarían en falta? ¿Qué iba a hacer? ¿Dónde iba a vivir? ¿Habría arroz blanco allá donde fuera?
Tuvo setenta días de viaje desde Yokohama a Boston para pensar. En el camino se hizo amiga de un saltamontes y de un gusano de seda, que como ella eran polizones, según decía el primero, o emigrantes, según decía el segundo.
Cuando llegaron a Boston vieron a través de la bolsa que las casas no eran como en Japón. No tenían grandes aleros, eran mucho más altas y estaban construidas en piedra y ladrillo. Kazuki no se cansaba de mirar por un lado y por otro, pero el sueño la venció.
Al despertarse estaban en un porche, sobre una mesa, junto a un inmenso estanque. La vista de las aguas haciendo espejo del sol les pareció espectacular, tanto que el gusano decidió salir de su capullo como mariposa y volar. El saltamontes se despidió con un brinco, y ella recordó el valioso significado de su nombre «esperanza armoniosa». Ni corta ni perezosa, decidió tomar una semilla de glicinia entre sus manos y explorar la zona. Necesitaba un lugar para vivir.
Se acercó a los pinos del estanque. En uno descubrió una atractiva oquedad y decidió solicitar permiso para alojarse.
–¡Perdone, señor pino! –gritó Kazuki desde el suelo para hacerse oír.
–¿Qué se te ofrece, pequeña? –contestó el árbol amablemente.
–Le importaría darme cobijo en su tronco –preguntó la japonesita.
–¡Cómo no! ¡Aunque no seas de aquí, mi tronco es fuerte y robusto y hay sitio para todos! ¡Bueno, menos para esas procesionarias que me devoran sin pensárselo dos veces! –contestó el pino –. Tendrás que compartirlo con las aves y las ardillas, pero no creo que les incomode.
Todas asintieron.
Con mucho respeto, plantó su semilla junto al tronco de un árbol ya seco. Kazuki estaba tan contenta que danzó para todos ellos en agradecimiento por su acogida.
Un día, cuando ya estaba acomodada y tenía más confianza, le preguntó al pino: ¿Qué tipo de pino es usted? Muy orgulloso contestó: Soy un pino blanco americano. Y comentó Kazuki: En mi antiguo jardín los pinos eran distintos. Su tronco era de un color negro plateado y sus acículas estaban agrupadas de dos en dos, ¡no como las tuyas que parecen los cinco dedos de una mano! Todos rieron por su ocurrencia. Poco a poco, la japonesita fue haciéndose a lo diferente y disfrutaba de ello.
Pasado el tiempo, cuando la glicinia japonesa creció y comenzó a florecer, todos quedaron asombrados por su perfume y delicada belleza. Kazuki se sintió satisfecha de poder compartir con ellos algo de su antiguo hogar. Todos juntos compartieron la esperanza de un mundo lleno de armonía.
Y colorín colorado, aplaude si te ha gustado.
—-
[En 1862 llegaron desde Yokohama a Boston las primeras semillas y plantas de distintas especies de origen japonés. El responsable fue el médico George Rogers Hall, quien abandonó su residencia en Yokohama para regresar con su familia. Entre ellas estaban las de la glicinia japonesa, que deslumbró en los jardines estadounidenses.]