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Subrayar la santidad

Javier Rubio

Estuve en la beatificación de una chica excepcional, Clara Badano, que murió hace veinte años cuando aún no había cumplido los 19.
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No era la primera vez que asistía a una beatificación, aunque tampoco soy asiduo a ellas. Me viene ahora a la mente aquella que tuvo lugar en la Plaza de Colón de Madrid hace siete años, cuando Juan Pablo II canonizó «a cinco hijos de esta tierra». Allí estaba, al pie del gran escenario, en la tribuna reservada a la prensa, en un acto de profundas connotaciones políticas a juzgar por la gran representación de esta clase que allí había, encima del escenario y justo detrás de nosotros. De hecho, en aquel momento desde estas páginas subrayamos palabras como éstas: «Estoy seguro de que España aportará el rico legado cultural e histórico de sus raíces católicas (...) para la integración de una Europa…», etc., etc. Es decir, que casi se nos olvidó hablar del meollo del asunto: la santidad. La santidad es algo que todo ser humano busca de un modo u otro, si no en sí mismo, al menos en la gente que lo rodea. Pensemos en alguien como Madre Teresa de Calcuta. Ella ya era considerada santa antes de morir, porque en el contexto hinduista en el que vivía no esperan a que la persona muera para reconocer sus méritos. Ellos son mucho más sensibles que nosotros a lo espiritual y quizás captan mejor la presencia de lo divino en una persona. Para un hindú el santo es tal si transmite esas vibraciones que sólo se experimentan cuando estás en contacto con Dios. En resumen, un mediador de la presencia de Dios entre los hombres, un gurú. Algo de esto, a decir verdad, lo hay en la tradición católica, pues el primer requisito para iniciar un proceso de beatificación es justamente la «fama de santidad». Pues bien, eso es lo que pude percibir con más intensidad en la beatificación de Clara Badano, o también Chiara Luce. No había otras connotaciones que pudieran empañar lo fundamental del acto. Esta chica es una de tantos jóvenes de ese “pueblo” que se ha alimentado del carisma de Chiara Lubich. Y en cuanto tal, era completamente normal: jugaba al tenis, iba al instituto, vestía vaqueros y tenía muchos pretendientes, tal y como dice una compañera suya. Era igual que nosotros. La única diferencia es que se tomó en serio el Evangelio, y lo puso en práctica según el estilo de Chiara Lubich: amar al prójimo para forjar la unidad y construir un mundo más unido. Hace unos días, en Palermo, el Papa la mencionó entre varios ejemplos ante un público compuesto de jóvenes y familias: «Su vida fue breve, pero es un mensaje estupendo».



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