La asignación del Premio Nobel de la Paz al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, sorprendió a la opinión pública, a no pocos observadores y al mismo galardonado.
Él mismo comentó que no estaba seguro de merecer este reconocimiento, una opinión compartida por algunos miembros de la Academia de Estocolmo, donde el voto estuvo dividido.
Una valoración del rumbo que Obama está imprimiéndole a la Casa Blanca debe señalar sus iniciativas para disminuir la tensión de los conflictos, y en primer lugar el nunca resuelto de Medio Oriente. Ahora bien, esa valoración supone que el tiempo le dé a Obama la oportunidad de confirmar con hechos lo que hasta ahora son anuncios o propuestas que merecen un análisis más profundo. Y al asignarle este reconocimiento, la Academia sueca no está formulando buenos auspicios sobre las intenciones del presidente de Estados Unidos, sino que le firma un cheque en blanco y, al mismo tiempo, realiza una jugada política del más alto nivel. En efecto, si bien el premio ha sido asignado a la persona en cuanto tal, y no como representante de una institución, es imposible separar la figura de Barack Obama del ejercicio de su presidencia. Sus decisiones y acciones no son sólo personales, sino que adquieren relieve por la función que desempeña.
No es la primera vez que la academia sueca convierte la asignación de este premio en una oportunidad para dar señales políticas, como cuando se lo otorgó a conocidos disidentes de dictaduras de distinto color. Pero en el caso actual no podemos dejar de preguntarnos de qué manera el flamante premio Nobel de la Paz va a demostrar que hay coherencia entre la aceptación del premio y, por ejemplo, la gestión de los conflictos en Iraq y Afganistán, donde el Pentágono mantiene una fuerza de 200.000 efectivos. Son guerras que su administración ha heredado, sin duda, pero deberá dar prueba de voluntad por conducirlas hacia un epílogo racional. No será fácil, porque el Pentágono las ha transformado en guerras casi privadas con empresas de seguridad que han desplegado más de 100.000 “contratistas privados” (léase: mercenarios), y éstos actúan con total impunidad. Tras el escándalo por los abusos contra prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib de Bagdad, la justicia militar estadounidense castigó a algunos militares, pero no a los civiles de la firma CACI International que “coordinaban” los interrogatorios y ordenaron los abusos.
La propuesta de Obama de seguir reduciendo el arsenal atómico, paradójicamente, no parece ofrecer más oportunidades de paz. Hoy el problema no está en los arsenales nucleares, sino en la inmensa superioridad del armamento convencional de Estados Unidos, ante la cual las armas nucleares ejercen un efecto disuasorio que evite, por ejemplo, una invasión como la de Iraq.
La decisión de la Academia sueca, por lo tanto, corre el riesgo de restarle prestigio a un premio que debería desvincularse de toda especulación política, si de verdad quiere servir a la causa de la paz. Cabe esperar que el presidente Obama impida con sus actos que dicho riesgo se verifique. Y puede ser que lo logre.