Con la llegada de la primavera, la naturaleza se renueva, lo que nos hace pensar en la juventud y en los jóvenes.
Se oye decir a menudo que los jóvenes están a la deriva, que no tienen futuro ni ideales, pero no se puede generalizar, pues las diferencias entre ellos son muchas. Lo que sí se puede afirmar es que presentan características comunes que ya destacaba Aristóteles en el s. IV a. C.
Los jóvenes «viven la mayoría de las cosas con esperanza, porque la esperanza se refiere al futuro, mientras que el recuerdo mira al pasado». También resalta el clásico pensador que «prefieren realizar las cosas nobles y hermosas antes que las convenientes, porque viven según su manera de ser más que según la razón».
Por eso son innovadores, desafían lo establecido y hacen lo que sienten; se empeñan en cosas que las personas con “experiencia” y “realismo” tachan de utópico. Se les tilda de inmaduros e irresponsables, pero hacen locuras por defender lo que consideran noble y hermoso, como la justicia, la paz o la solidaridad.
Añade Aristóteles que los jóvenes «son magnánimos porque aún no han sido humillados por la vida». La magnanimidad implica un corazón grande y bondadoso, capaz de no juzgar al que piensa o vive de forma diferente, sino que lo respeta.
No se puede evitar que el cuerpo envejezca, pero nada impide conservar la juventud en la forma de afrontar la vida. Rejuvenecer la mirada es un cauce para no quedarse en el desencanto, donde se es fácil presa del pesimismo y del cinismo.
Acaso lo propio de una mirada joven, sin negar los problemas, sea imaginar formas de superarlos sin escatimar tiempo ni esfuerzo. Esa mirada se fija en un punto luminoso sin prestar atención a la oscuridad que lo rodea. Confía en que la salida está delante y no vale la pena mirar atrás.
Más que preocuparse, el adulto debería contagiarse de esa mirada esperanzadora, noble y magnánima de los jóvenes. No es fácil, pero hay que intentarlo.