Cuando se firmó el Tratado de Maastricht, nadie podía imaginar que un documento tan técnico y poco comprensible terminaría por alimentar, veinte años después, uno de los debates políticos más candentes que se hayan visto en Europa. Por otro lado, ¿quién podía prever que un aséptico proyecto de unión monetaria se convertiría un día incluso en una cuestión de vida o muerte para la Unión Europea?
Sorprende constatar que diez años después de la entrada en vigor efectiva del euro se haya pasado rápidamente de un discurso integrador a otro, muy distinto, de desintegración europea.
El motivo de una involución tan espectacular se encuentra en la disolución de una ilusión, a saber, que basta con desarrollar los medios técnicos para alcanzar después automáticamente los objetivos deseados.
Nada de esto se ha verificado en el caso de Europa. Después de adoptar la moneda única, la Unión Europea no ha sido capaz de producir una verdadera unión económica, es más, para ser más exactos, político-económica. El euro es una divisa huérfana de un verdadero gobierno. Una vez más se demuestra que una cosa es la tecnocracia y otra la democracia. Pero también es verdad que si la política no realiza su función, antes o después se ve obligada a adoptar soluciones de emergencia dictadas por necesidades técnicas.
Y esto es lo que ha sucedido en Europa, donde la política ha asegurado sin duda gobiernos democráticos, pero éstos no siempre han sido también gobiernos responsables. La responsabilidad de los gobiernos europeos con respecto al euro ha sido de omisión. Dicho de otra manera, no han tenido el valor de tomar decisiones a largo plazo y se han agarrado en cambio a esos pocos y maltrechos residuos de presunta soberanía nacional que la globalización ha dejado en manos de los gobiernos europeos.
La crisis de la eurozona demuestra que la única alternativa válida para Europa no es refugiarse en el patio de casa, sino compartir la soberanía para poder ser creíbles también a nivel internacional.