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Que nadie vaya solo por la vida
PUBLICADO

07 de junio de 2024

En esta aportación quisiera afrontar, desde una perspectiva psicológica y experiencial, el tema del acompañamiento de sacerdotes y religiosos/as según dos coordenadas, quizás poco usuales, sobre las cuales voy reflexionando desde hace algún tiempo.

La primera, totalmente evidente, se refiere a la importancia de mantener abierto el proceso de intercambio y diálogo, después de la formación inicial, por parte de presbíteros y consagrados/as.

La segunda, estrechamente relacionada con la anterior, se refiere, en cambio, al concepto mismo de acompañamiento, al que estamos acostumbrados a pensar sobre todo como un dar y recibir: por una parte, estaría quien presta un servicio espiritual, psicológico o cultural y por otra, el destinatario. El éxito aquí depende de la combinación de una buena oferta y de una demanda que debe ser consciente. Se acabó.

Detrás de este modo de entender el acompañamiento, podemos fácilmente «sacar» una doble convicción: que la institución sea casi propietaria de las vocaciones, y, por tanto de cargas y honores...: ¡Si le corresponde a ella evaluar quién entra y quién continúa, que proporcione los instrumentos de formación inicial y crecimiento permanente! La otra, un poco paradójica, considera únicos responsables de su vocación (que vaya bien o mal) a los sujetos interesados, los cuales, sin embargo, tienen poco que decir en el cuidado de su vocación. O, mejor dicho, están poco entrenados para involucrarse.

 La importancia de dialogar sobre el propio crecimiento

Quisiera decir algo sobre la importancia de continuar un diálogo para verificar el progreso de maduración después de la formación inicial. Para ello utilizaría la expresión de un texto fundamental del mundo científico dirigido a la salud mental que se refiere a la capacidad adulta de mantener su propia autonomía. ¿Qué tiene que ver con esto? Tiene que ver con que la autonomía en el DSM[1] no se entiende según el «haz como te sientas» ‒esperaríamos eso de un texto «laico»‒ sino como un equilibrio entre depender excesivamente de los demás para la definición de sí mismo y no escuchar a nadie. En efecto, el Manual habla de excesiva independencia[2], un extremo tan perjudicial para el buen funcionamiento de la persona, como la excesiva dependencia, el sentirse débiles, inferiores, siempre necesitados de confirmación.

Entre los diversos aspectos característicos de una persona madura, que funciona bien, está la adecuada conciencia de sí misma, sin delegar a otros su estima, el saber mantenerse dentro de los límites apropiados a su papel, y al mismo tiempo, la disposición a entenderse con los otros, con los demás.

Van, también, precisamente en esta línea fascinantes estudios recientes que recuerdan la importancia de salir de una mentalidad solo subjetiva y autorreferencial. Daniel Siegel, psiquiatra infantil y fundador del Mindful Awareness Research Center, expresa así la necesidad de concebir la existencia del individuo como imprescindible desde el sentido de pertenencia y, añado, desde una responsabilidad colectiva:

«Nuestros circuitos cerebrales y los mensajes que se envían desde la cultura contemporánea [pueden] reforzar un modo de vida y un sistema de creencias basados en una concepción que ve nuestra naturaleza fundamental marcada por la independencia y la separación, promoviendo la idea de una vida aislada en soledad. Sin embargo, una perspectiva más amplia, que emerge en las concepciones innovadoras de la ciencia contemporánea [...] indica que nuestra identidad, nuestra realidad más profunda, podría de hecho ser más amplia que la de individuos aislados»[3].

La contemporaneidad ‒prosigue el autor‒ ha perdido el sentido del nosotros, más aún, del «mí + nosotros», «la realidad de una totalidad integrada de nuestras existencias interconectadas»[4]. El sentido de Sí, circunscrito solo al individuo, «puede conducir a una experiencia tristemente común de desconexión, desilusión y desesperación. La ansiedad, la depresión e incluso los pensamientos y los comportamientos suicidas resultantes son consecuencias dolorosas que aumentan constantemente en las sociedades modernas»[5].

Formación permanente y acompañamiento: de destinatarios a coprotagonistas

¿Cuál ha sido, en cambio, la tradición formativa, al menos hasta un pasado reciente? Me parece que se puede convenir que comunidades y seminarios se han dirigido a la persona individual, y principalmente a las primeras fases de su formación, cuando ella expresa el deseo de ser sacerdote o religioso/a, y durante los años que lo/la llevan a la decisión definitiva. Irónicamente decimos que mientras él o ella se encuentra en un tal vez parece que vale la pena invertir, luego «está hecho», la persona puede arreglárselas sola, porque ya ha recibido todo lo que necesita, ahora es su responsabilidad seguir adelante bien.

De hecho, la postformación se ha traducido a menudo en una suma de buenas prácticas hechas de jornadas de retiro, figuras espirituales ‒cuando estas se mantienen a pesar de la cantidad de trabajo y de compromisos que marcan la vida de sacerdotes y religiosos/as‒ encuentros con especialistas y poco más.

Hoy unánimemente hay conciencia de que algo no funciona en este afán de propuestas, hermosas y válidas, pero insuficientes para sostener una vocación, ya sea al matrimonio, ya sea a la consagración.

También porque está todo el resto de la vida que queda fuera de los momentos circunscritos, más teóricos que experienciales; no puede agotarse así la «formación permanente». Por cierto: me alegra que el título de mi contribución no use esta expresión, sino que hable de acompañamiento.

Faltan piezas importantes: falta una reflexión sobre el ambiente en el que se insertan estas figuras, diócesis y comunidades, que son corresponsables del bienestar de una vocación. Aquí, lamentablemente, no podemos profundizar en ello. Y luego falta la implicación de sacerdotes y consagrados, hombres y mujeres. La imagen asociada a la postformación es la de un contenido que llega, una vez más, como sucedía en el seminario o durante los primeros años, de «arriba» hacia «abajo», ya sea por el experto de turno, o por quien propone un encuentro espiritual.

Sin embargo, ¿quién más que ellos y entre ellos podrían identificar lo que necesitan para llevar adelante su vocación tan preciosa y comprometida?

 Diferentes sistemas de motivación 

Tratemos de salir del terreno habitual ‒lo he dicho desde el principio‒ y de utilizar como categorías de referencia los sistemas motivacionales[6], es decir, ese complejo de actividades mentales que organizan los comportamientos humanos dirigidos a un fin. ¿Qué mueve la organización del acompañamiento según la comprensión común? Yo diría predominantemente el sistema de cuidado: «Tú tienes necesidad porque eres vulnerable y yo te socorro» (que ciertamente no hay que despreciar), y el de competencia de rango: «Tú no sabes lo suficiente y yo te ofrezco material competente, estando más preparado que tú, y tú lo debes acoger» (y esto también, por supuesto, está lejos de desdeñarse), mientras que mucho menos se activa el cooperativo paritario[7]: «Cuando tengas un objetivo importante que alcanzar, busca a un prójimo que tenga el mismo objetivo y ponte de acuerdo con él para intentar alcanzarlo juntos»[8].

En el ámbito vocacional y de acompañamiento continuo, razonar en términos de sistemas motivacionales, significa, por tanto, repensar el acompañamiento como un intentar juntos alcanzar el objetivo común que es el bienestar integral de la persona, presbítero o religioso/a, comprometida con una elección de vida exigente, profética, con criticidades específicas.

Podríamos ir más allá: convergemos en una meta, pero también podemos simplemente compartir lo que sucede en nuestra vida, por la alegría y el gusto de hacerlo. Un aspecto muy importante, y normalmente subestimado, es la motivación intersubjetiva (una motivación superior a la cooperación), la participación en un interés común, «el otro es como yo [...] si a mí me interesa, a ti también te puede interesar»[9], es «el intercambio y la puesta en común de experiencias con mi propio semejante»[10], «también tú, como yo, a veces te sientes vulnerable y buscas protección y consuelo [...] también tú como yo, a veces eres vencedor, a veces eres vencido y por lo tanto podemos explorar juntos los conocimientos, el mundo exterior, el mundo interior y comunicarnos entre nosotros»[11].

El acompañamiento como un proceso recíproco

Visto así, el acompañamiento podría replantearse como un proceso recíproco, que consiste en acompañar y ser acompañados, entre hermanos y hermanas que comparten el mismo camino, pero también con quien tiene una vocación diferente, una especie de intervisión entre iguales, y no solo un momento puntual ligado a momentos circunscritos, que también siguen siendo importantes.

Adquirir una mentalidad cooperativa e intersubjetiva significa, entonces, desligar el tema del acompañamiento de la idea de un paternalismo y maternalismo, que pone a las personas en condiciones de sujetos siempre receptores, y devolverles la belleza de sentirse protagonistas de su propia llamada, con la consecuencia de tener que comprometerse juntos a activar tiempos y espacios que sean funcionales para cuidar la propia vocación y la del otro. Esto se caracterizará por muchos aspectos: hablar, dialogar, discutir sobre las dificultades que se encuentran en la vida pastoral y comunitaria, estrechar amistad, sugerir caminos específicos... Poder contar con una red de intercambios organizados, y no solo ocasionales, reduce el sentimiento de soledad que a veces aplasta a sacerdotes y religiosos/as, y pone más atención en lo que sucede en la propia vida y en la del hermano o la hermana de al lado. Esto no quita nada a las jornadas de formación específica, organizadas por la diócesis o el instituto, donde la gente se forma o se pone al día, como tampoco a la dirección espiritual, pero el acompañamiento debe poder implicar profundamente y contemplar la dimensión de un «nosotros» en el que toma forma y se expresa el proceso vocacional.

Algunas propuestas concretas

Comprendo la necesidad de traducir concretamente una perspectiva similar que, de lo contrario, sigue siendo bastante vaga, y quisiera lanzar a los lectores eventuales propuestas o prácticas para un curso de acompañamiento continuo. Me limitaré a algunas observaciones finales.

– Es importante que los ambientes vocacionales, y formativos en particular, adquieran y transmitan que el proceso de «formación», aunque diversificado entre el inicio del camino y años sucesivos, representa un continuo ordinario de escucha, confrontación, profundización y apoyo mutuo.

- Proponer el acompañamiento sobre todo como intervisión requiere una preparación previa, no se puede improvisar. Esto significa que desde los primeros pasos vocacionales es necesario cultivar una mentalidad intersubjetiva, donde los sujetos en camino sean responsablemente involucrados en la formación y, en el futuro, en el proceso de acompañamiento recíproco de manera igualmente responsable. El sentido del «nosotros» solo puede desarrollarse en un ambiente que favorezca el espacio de expresión, la confianza interpersonal (¡qué es bastante rara!), los lazos de amistad, la colaboración.

- A la luz de lo que antecede, el éxito de una vocación es responsabilidad personal, pero también ambiental. Tanto los contextos de formación como la comunidad cristiana deberían sentirse implicados en el éxito de toda vocación, para que nadie proceda en la vida solo.

 
[1] Se trata del DSM-5-TR Manuale Diagnostico e Statistico dei Disturbi Mentali, Raffaello Cortina Ed., Milán 2023.
[2] Ibid., p. 1064.
[3] D.J. Siegel, Tra me e noi. Come integrare identità e appartenenza, Raffaello Cortina Ed., Milano 2023, p. XXIII.
[4] Ibid
[5] Ibid., p. 3.
[6] Los sistemas de motivación son disposiciones innatas y universales que regulan nuestro comportamiento y nuestras emociones en vista de objetivos específicos dotados de valor evolutivo, ya sean biológicos o sociales.
[7] Cf. G. Liotti - G. Fassone - F. Monticelli (edd.), L’evoluzione delle emozioni e dei sistemi motivazionali. Teoria, ricerca, clinica, Raffaello Cortina Ed., Milano 2017.
[8] Cf. A.R. Verardo - G. Lauretti, Riparare il trauma infantile. Manuale teorico-clinico d’integrazione tra sistemi motivazionali e EMDR, Fioriti, Roma 2020, p. 13.
[9] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Ibíd., p. 14.

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