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¿Qué clase de perfección?
PUBLICADO

06 de febrero de 2023

«¿Qué clase de perfección?». A primera vista, la pregunta podría parecer un poco retórica. ¿Puede haber diferentes conceptos de perfección? Aristóteles fue claro: «Es perfecto aquel al que no le falta nada», en otras palabras, «lo que no puede ser superado ni en virtud ni en excelencia»[1];  concepto que Tomás de Aquino hace suyo y precisa: «Es perfecto lo que se ha terminado y es absoluto, independiente de otro, no privado, sino en posesión de todo lo que le conviene a algo según su género»[2].

El concepto contiene, pues, la idea de integridad y del fin alcanzado, insuperable, e implica la idea de autosuficiencia, el estado de quien lo tiene todo para bastarse a sí mismo. La perfección absoluta pertenece a Dios, como escribe Tomás: «Dios es el mismo Ser subsistente, por tanto nada le puede faltar de la perfección del ser»[3].

Surgen obviamente preguntas: ¿cómo entender la perfección de un Dios definido Ipsum Esse per se subsistens, por tanto, autosuficiente, pero que la Revelación lo revela como ágape en su Ser? ¿Y cómo puede Jesús, en Mt 5, 48, pedir al creyente, por naturaleza limitada, que sea perfecto como Dios es perfecto? Estamos frente a dos conceptos de perfección, el griego y el bíblico, que no coinciden.

 En el Primer Testamento

Mientras que en el pensamiento filosófico griego la perfección es un atributo mayor del Ser Supremo, es significativo que en toda la Biblia Dios nunca se dice perfecto; la única excepción se lee en Mt 5, 48. Ciertamente, las obras divinas son perfectas, el ser humano está llamado a ser perfecto, pero nunca Dios. Recordemos como ejemplo lo que Dios dijo a Abraham: »...camina delante de mí y sé perfecto (hebreo: tâmîm)» (Gn 17, 1). «Tú serás perfecto (tâmîm) hacia el Señor» (Dt 18, 13).

La palabra hebrea tiene el sentido de integridad, el corazón no dividido. Por lo tanto, el ser humano es perfecto delante de Dios cuando vive la elección total de Dios y no sigue otras divinidades. Mientras que el término griego sugiere la idea de plenitud, del ser sin defecto, el hebreo contiene la idea de integridad,  de llegar al cumplimiento.

 En los escritos paulinos

Este significado fundamental se encuentra también en los escritos del Nuevo Testamento.

Pablo exhorta a los creyentes a vivir su existencia como culto espiritual, a renovar la mente «para que podáis discernir lo que Dios quiere, lo que es bueno, agradable y perfecto (griego: teleios)» (Rm 12, 1-2).

La exhortación elimina la separación entre lo sagrado y lo profano, santificando así a lo profano; por otra parte, no menciona nada específicamente cristiano como el ser «en Cristo», el don del Espíritu o del ágape. Lo que es perfecto implica adhesión a lo que una sana razón reconoce como bueno, agradable a Dios, pero vivido desde una existencia renovada por la fe. Pablo inserta la novedad cristiana en la ética universal que viene así ennoblecida[4].

Pablo asume también el significado que la palabra «perfecto» tenía en el ámbito de la moral popular donde podía ser sinónimo de madurez, edad adulta, en oposición a la edad infantil. En 1 Co 2, 6, el apóstol llama «perfectos» a los cristianos «espirituales» (v. 13), es decir, que se dejan guiar por el Espíritu Santo y por lo tanto son adultos (1 Co 14, 20; Fil 3, 15). El «perfecto» es aquel que ha superado la edad infantil caracterizada por discordias, celos, y se ha hecho adulto, dejándose guiar por el Espíritu y el ágape.

En la novedad de la fe, la perfección no es un ideal de impecabilidad a alcanzar con las propias fuerzas, sino una vida de fe abierta al futuro escatológico que, mediante el Espíritu del Resucitado y el don del ágape, actúa ya en nuestra existencia presente. No se trata pues de querer alcanzar con las propias capacidades un ideal inalcanzable, sino de adherir con todo el ser a la voluntad de Dios.

 En el Evangelio de Mateo

«Seréis perfectos como perfecto es vuestro Padre que está en el Cielo»

En el Evangelio según Mateo, el concepto de perfección caracteriza la enseñanza de Jesús en Mt 5, 48 y en Mt 19, 21, que han tenido como consecuencia una gran influencia en la espiritualidad de la Iglesia hasta crear una desigualdad entre cristianos comunes y aquellos que han elegido el estado de perfección. ¿Pero el concepto mateano de la perfección fue entendido bien?

Mt 5, 48 –«Seréis perfectos como perfecto es vuestro Padre que está en los cielos»– concluye una serie de antítesis pronunciadas por Jesús que hacen entender lo que el Señor entiende por «cumplimiento de la Ley» (v. 17) según «una justicia que supera a la de los escribas y fariseos» (cf. v. 20), es decir, según un comportamiento conforme a la voluntad divina de un Dios que es Padre. Las antítesis comienzan con la fórmula característica: «Habéis oído que se dijo... pero yo os digo». Jesús opone su comprensión de la Ley a la del judaísmo en general. En efecto, la justicia superior a la de los escribas explicitada en Mt 5, 21-48 no consiste en una acumulación de preceptos, ni en una escrupulosa sumisión a ellos, sino en exigencias que invitan a un amor semejante al del Padre en los cielos: un amor que perdona, sin discriminación, que viene del corazón, exigente y radical, ciertamente, pero no estresante, porque corresponde a una llamada interior que, vivida, libera y hace crecer al creyente como persona humano-divina, es decir, como hijo de Dios. La perfección pedida por Jesús no está pues en llegar a ser sin defectos, en no faltar en nada, sino, con todos los inevitables límites de nuestra humanidad, en imitar al Padre en su amor sincero, fiel y sin fronteras.

Aunque Tomás de Aquino razona según el concepto aristotélico de perfección, como logro del nec plus ultra, llega a la misma conclusión: «La perfección de la vida cristiana consiste especialmente en la caridad»[5]. Por tanto, la perfección cristiana no es un ideal que pueda alcanzarlo solo  una élite de consagrados, ni se limita a ser un simple consejo evangélico, sino que es una exigencia que Jesús dirige a todos y que hay que vivirlo en la cotidianidad de la existencia de cada uno.

La historia del «joven rico»

¿No está esta conclusión en contradicción con la palabra que Jesús dirige al llamado joven rico, siempre en el Evangelio según Mateo[6]?

«Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que posees, dáselo a los pobres... y sígueme» (Mt 19, 21). La llamada de Jesús se produce en respuesta a la afirmación del joven de haber observado el Decálogo y a la pregunta: «¿Qué más me falta?» (Mt 19, 18-20). En el episodio Jesús llama al joven rico a seguirlo como discípulo. La pregunta de este último «qué me falta» corresponde precisamente al concepto normal de perfección. «Es perfecto aquel a quien no le falta nada». De hecho, Jesús responde: «Si quieres ser perfecto...». Y Jesús pide al joven el total desapego de los bienes para convertirse en su discípulo en sentido estricto. En este caso, la invitación a la perfección hecha al joven rico no está dirigida a todos los creyentes, sino solo a este rico como condición necesaria para seguir materialmente a Jesús. Aunque la definición de «perfección» es idéntica a la de Mt 5, 48 –adherirse a la voluntad del Padre y amar como Dios ama, incluso con sus propios límites–, su aplicación en el contexto del joven rico es diversa: ahora se refiere a una vocación particular que hay que realizar como renuncia a los bienes, no como un ideal superior que hay que perseguir, sino como una exigencia concreta del seguimiento en sentido estricto. Para ese rico la llamada de Jesús no es un consejo opcional, sino una vocación vinculada a «si quieres entrar en la vida»: es su modo específico de ser cristiano. Sin embargo, Jesús deja al rico la libertad de decisión.

Dos situaciones distintas

Por tanto, hay que estar atentos a la distinta situación en la que Mateo utiliza el concepto de perfección. En Mt 5, 48 la perfección como adhesión a la voluntad del Padre revelada por Cristo es vocación de todos los creyentes. En Mt 19, 20, tal llamada se concreta como un determinado modo de vida. El joven rico está llamado a vivir la perfección a la que todos están llamados pero tiene que realizarla de una manera específica: convertirse en discípulo siguiendo a Jesús también materialmente; es su manera de ser cristiano. El texto mateano no quiere, pues, distinguir entre dos categorías de creyentes; los llamados a un estado de perfección, y los demás a quienes basta con vivir el Decálogo. Todos están llamados a la perfección, pero en diferentes modalidades[7].

R. Schnackenburg lo sintetiza bien, comentando Mt 5, 48: «No es un ideal al que debemos acercarnos poco a poco sin alcanzarlo nunca: es más bien un don total de sí a Dios, don que [...] debe informar nuestra vida en este mundo según la vocación propia de cada uno de nosotros. Consiste en amar a Dios con todo el corazón y toda la fuerza, y en sacar de este amor a Dios la fuerza de amar también al prójimo y al más lejano, a los amigos y a los enemigos según el ejemplo de Dios. Esta perfección no recibe su impulso de un humanismo que tiende a formar un hombre perfecto en sí mismo y a desarrollar las disposiciones de su ser hasta su plenitud; ¡No! Es una vida ante Dios y con Dios para caminar bajo su mirada, por más miserable que sea nuestra humanidad. En definitiva, al final, no es un proyecto ético, sino una exigencia religiosa: someterse y entregarse al Dios siempre más grande, en la obediencia a su llamada, en la voluntad de pureza de corazón y de acción radical, pero también en la confianza en su gracia, en su ayuda y en su salvación»[8].

 

[1] In III Phys. VI, 8.
[2] Metaphys. IV, 16.
[3] S.Th. I, q. 4, a. 2.
[4] Cf. R. Penna, Lettera ai Romani III, Rm 12-16, EDB, Bologna 2008, in loco.
[5]  S.Th. IIa IIae, q. 184, a. 1.
[6] Solamente Mateo lo llama «joven» quizás porque en su fuente (Marcos) el hombre responde: «He observado estas cosas desde joven» (Mc 10, 20). El mismo Marcos habla de él como de «un tal» (Mc 10, 17) y Lucas lo presenta como un «jefe» (Lc 18, 18).
[7] Cf. S. Légasse, L’appel du riche, Beauchesne, Paris 1966; con la puesta al día de V. Fusco, Povertà e sequela, Paideia, Brescia 1991.
[8] L’existence chrétienne selon le Nouveau Testament, Desclée de Brouwer, Paris 1971, p. 141.

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