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Lo esencial, en palabras nuevas
PUBLICADO

19 de mayo de 2021

Necesidad de nuevas narraciones

El cristianismo, y no solo en su fase primitiva, fue una gran experiencia narrativa, una buena noticia, que habló a la gente de maneras siempre nuevas sobre el evento Cristo y su significado y sigue siéndolo. Toda la Biblia es una gran narración, que ha permanecido viva por más de tres mil años porque cientos de generaciones se han contado, en algunas tardes especiales del año y durante las grandes crisis, hermosas historias: la de una Voz diferente y verdadera que había llamado a un arameo errante, la de un hijo salvado por un ángel y un carnero, un mar abierto y cruzado hacia la libertad, y luego, la tierra prometida, el becerro de oro, el exilio y el regreso, el Logos que se convirtió en carpintero, que dijo palabras diferentes y maravillosas, murió en la cruz y sus amigos lo vieron vivo. El humanismo bíblico es una gran historia para contar tal como la crees y la vives.

La fe bíblica es creer, en primer lugar, en una maravillosa historia que se convierte en la más bella de todas. Cada vez que el cristianismo renacía dentro de una nueva cultura, este renacimiento iba acompañado de una dimensión narrativa del acontecimiento original, por personas y comunidades que eran capaces de contar algo similar y diferente de cómo esos mismos hechos y esa misma experiencia fundadora fueron contados por la generación anterior. Las novedades espirituales de la historia también eran novedades narrativas. Los propios Evangelios, por ejemplo, son relatos de los hechos y palabras originales de Jesús acompañados de elementos narrativos que son el resultado de reflexiones sobre esas mismas palabras y hechos, elaborados por los evangelistas y sus comunidades. Entre estas reflexiones hay muchas, probablemente la mayoría, que han ayudado a comprender mejor el mensaje de Jesús y los apóstoles, aunque estén vinculadas a un contexto sociocultural específico, pero hay otras que en cambio han complicado durante muchos siglos la comprensión de las posibles palabras de Jesús, hasta que los estudios exegéticos e históricos modernos nos ayuden a comprender el significado original de algunos relatos. Entre las palabras que han complicado la comprensión de la originalidad del Evangelio está el lenguaje «económico» utilizado también en los Evangelios, que ha creado en los cristianos la idea de un Padre que quería la sangre del Hijo como «precio» para perdonarnos.

San Pablo también innovó mucho porque hizo nuevas narraciones sobre Cristo, sobre la salvación, sobre la Ley, sobre el ágape. Luego Francisco de Asís y los otros grandes reformadores del cristianismo, que escribieron páginas maravillosas porque eran capaces de contar los mismos hechos y la misma historia contando historias diferentes. Jesús nos había hablado de la pobreza diciendo palabras hermosas, pero las que dijo y vivió Francisco, similares y diferentes, no eran menos hermosas que las de Jesús, y por esta razón mantuvo el Evangelio vivo y atrajo a muchos. Y después de él muchos más han podido hacer operaciones similares, tomando del baúl de la tradición elementos narrativos antiguos y nuevos.

El riesgo de perder el ADN original

Sin embargo, hay un punto decisivo en el corazón de cada operación para crear nuevas narrativas y nuevo capital narrativo, un punto que distingue, entre otras cosas, las reformas de las herejías. Las novedades narrativas casi siempre surgen de una crisis de identidad, que se expresa como hambre de historias aún capaces de conquistar y atraer. Después de haber contado durante mucho tiempo las historias de todos los tiempos, las que ayer arrastraron y convirtieron a muchos, uno se da cuenta, más o menos racionalmente, que esas historias ahora ya no convencen ni atraen, o atraen a las personas equivocadas porque no tienen «vocación». Estas crisis son muy profundas y decisivas, porque cuando la historia original ya no interesa a los demás a largo plazo, termina por no interesar ni siquiera al narrador, que experimenta la misma crisis que las historias que cuenta.

Cuando esta conciencia llega, se pueden cometer muchos errores y en general se cometen muchos errores. El más común es crear nuevas historias construidas con el fin de captar la atención de la gente, pero que para hacerse comprensibles han perdido el ADN de la primera historia. De esta manera mucha gente, finalmente, entiende, por qué, simplemente estamos contando una historia diferente. Por ejemplo, una comunidad religiosa nacida de un carisma que quería evangelizar el mundo de la familia, ante la dificultad de seguir explicando su misión después de décadas con las palabras evangélicas de la primera generación, con el tiempo empieza a ocuparse de políticas familiares, adopciones y métodos naturales.

Las nuevas historias que cuenta están mucho más cerca de la cambiada sensibilidad cultural, son mucho más fáciles de explicar y entender, más adecuadas que las viejas palabras para encontrar financiación y apoyo. Pero el problema decisivo que se esconde en tales operaciones ‒que son muy comunes hoy en día‒ es que la comunidad se aleja cada vez más de su propio carisma, que se convierte solo en un recurso para que se escriban unas pocas frases en las tarjetas de Navidad. Las historias que pertenecen a lo superficial del carisma ‒los aspectos sociales y culturales, las obras...‒ se mantienen, pero las historias del núcleo carismático están cada vez más ocultas, porque se expresan en un lenguaje antiguo que no es comprensible. Y es precisamente aquí donde se juega el desafío decisivo. Porque la mayor parte del ADN carismático está escondida en el núcleo, que es más difícil de traducir con nuevas narrativas. Por eso, casi siempre, las nuevas narraciones se centran en los aspectos menos importantes de los carismas, el núcleo original se olvida día tras día, la comunidad religiosa se convierte en otra cosa, casi siempre sin darse cuenta, mientras se produce el proceso de metamorfosis. 

Contar el núcleo esencial de un modo nuevo

Algo así está sucediendo con el cristianismo de nuestro tiempo. Las Iglesias cristianas se han encontrado, en pocas décadas, en una gran y seria crisis narrativa. Los códigos simbólicos en Europa y en muchas partes del mundo han cambiado tan rápidamente que la narración del evento y la experiencia cristiana se ha vuelto muy compleja. Cuando hoy un joven pasa delante de una iglesia apenas entiende lo que allí sucede, cuando quiere rezar no sabe hacerlo porque no recuerda ninguna oración, su corazón ya no está poblado por los rostros y las palabras de sus padres, y los nombres de Jesús, María, los santos, ya no dicen casi nada.

En el siglo XX, incluso un ateo sabía lo que pasaba dentro de una iglesia, aunque nunca hubiera entrado en ella. Hoy la situación ha cambiado radicalmente. Y así, cuando los cristianos intentan contar las mismas historias que contaron ayer, terminan diciendo palabras de amor en una lengua muerta. Y así vuelve la tentación-error de narrar los aspectos sociales y de bienestar del cristianismo porque son más comprensibles. La Iglesia se parece cada vez más a una «ONG» (en palabras del papa Francisco), y como todo el mundo entiende a las ONG, la tentación de contar el cristianismo con las palabras de una ONG se hace fuerte.

El desafío narrativo de la Iglesia hoy no es, sin embargo, hacer comprensible el significado de sus obras sociales y educativas, sino la muerte-resurrección de Cristo, la Eucaristía, la salvación, la gracia, el eschaton: el destino final después de la muerte, que no consiste en desaparecer en la nada sino en entrar en una inimaginable plenitud de vida para siempre. Es alrededor de estas palabras donde se juega el desafío decisivo, como Dietrich Bonhoeffer y algún otro profeta del siglo XX, generalmente no escuchado, ya había entendido. Porque si la Iglesia de hoy no logra transmitir, con nuevos lenguajes, el contenido de la fe que recibió de los apóstoles y que ha permanecido viva a través de los siglos, se rompe esa tradición que le es esencial.

Que esta operación de narrar de otra manera lo esencial de la fe es posible nos lo dice la experiencia de los primeros tiempos del cristianismo, cuando san Pablo logró la operación, que parecía imposible a sus contemporáneos, de hacer comprender la persona y el mensaje de Cristo a los gentiles, es decir, a los que no pertenecían a la historia del pueblo elegido. Pablo logró distinguir el núcleo esencial del «carisma» cristiano de la cobertura cultural que había tomado en un tiempo y lugar. Operaciones similares, pero menos radicales, tuvieron lugar en siglos posteriores con la inculturación del cristianismo primero en el mundo grecorromano, luego en el mundo celta, y más tarde en China (Mateo Ricci) o en África. 

Un ejercicio que debe hacerse con valentía

Hoy nos enfrentamos a un punto de inflexión narrativa similar al operado por Pablo, y por tanto muy radical. Se trata de relatar el evento cristiano a un mundo que está, de nuevo, poblado por «gentiles». Los cristianos se encuentran en una condición similar a la de los apóstoles, que tuvieron que desarrollar nuevas narrativas que pudieran comprender los nuevos gentiles. Una fase difícil y conflictiva en la Iglesia primitiva.

¿Cómo y qué hacer? En primer lugar, se necesita mucha práctica. Es urgente que las comunidades y las personas se ejerciten con valentía en una nueva narración de las verdades de la fe y, sobre todo, de la experiencia cristiana. Prácticas que intenten, de varias maneras, no tanto narrar las obras sociales que hacen las Iglesias, sino el corazón del acontecimiento cristiano. Que intenten explicar la Eucaristía a los que no saben lo que es la transubstanciación, la resurrección en este mundo desencantado o encantado por los bienes materiales, el sentido de la encarnación a las personas que viven cada vez más en entornos online.

Esto puede ser posible si el giro narrativo se hace a nivel de la experiencia incluso antes que a nivel de la teología (demasiado impregnada de ciertas categorías que ya no son o son muy difíciles de entender). La experiencia personal y comunitaria de fe, vivida, pensada y narrada en la cultura actual ‒incluso la historia tiene una dimensión reveladora‒ podría entonces ofrecernos esas categorías culturales y lingüísticas de las que todavía carecemos.

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