

La génesis de Amoris laetitia
El papa Francisco tenía una clara agenda cuando en 2014 convocó un Sínodo sobre Los retos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización. Esto se veía –aunque muchos, al principio, no se daban cuenta– por el método que había elegido y que ponía en discusión los procesos habituales de los Sínodos universales: sorprendía la invitación hecha a las Iglesias locales para que preguntaran a la gente o a las familias cuáles eran hoy las preocupaciones y los retos de la familia. Era un enfoque existencial, que tomaba en serio el sensus fidelium.
En un primer momento parecía una tarea casi rutinaria: bastaría recoger algunos datos y transmitirlos a la Conferencia episcopal, que después elaboraría una serie de ideas para llevarlas al Sínodo. Pero la intención de Francisco era otra: él quería una participación real del Pueblo de Dios lo más amplia posible.
Después de un primer momento de incertidumbre, estupor y perplejidad, también nosotros, en nuestra diócesis, nos pusimos a trabajar, y, dado que el tiempo apremiaba, lanzamos una consulta online. Los resultados nos sorprendieron mucho. Las personas, parejas y asociaciones que aceptaron la propuesta estaban bastante «comprometidas» en la Iglesia local. Sus respuestas manifestaban una clara brecha entre las enseñanzas del magisterio y la praxis vivida. Nos sorprendían sus aportaciones, muy bien pensadas dentro del del mensaje evangélico. Todo eso hacía ver lo importante que es hoy el reto lanzado por la Gaudium et spes cuando pide que los signos de los tiempos se interpreten a la luz del Evangelio «de un modo adecuado a cada generación» (n. 4): no basta reafirmar una enseñanza «eterna»; es necesario un proceso constante de aprendizaje.
¿La Iglesia aprende una y otra vez su doctrina, el Evangelio? Justamente así lo ve el Concilio: «Es deber de todo el Pueblo de Dios, sobre todo de los pastores y de los teólogos, con la ayuda del Espíritu Santo, escuchar atentamente, discernir e interpretar los diversos lenguajes de nuestro tiempo y saberlos juzgar a la luz de la Palabra de Dios, para que la verdad revelada sea entendida cada vez más a fondo, sea mejor comprendida y pueda ser presentada de forma más adecuada» (GS 44)[1].
Se trata, pues, de comprender más en profundidad el Evangelio, que se nos revela cada vez más mediante la realidad de cada época, para poder ofrecerlo luego más adecuadamente. Esta era la intención del Sínodo sobre la familia: una nueva evangelización.
¡Un proceso sinodal!
Pero... ¿se puede recurrir a un proceso sinodal cuando se trata de la moral? ¿Son tratables las doctrinas? Estas creo que fueron las preguntas cruciales cuando se emprendían los trabajos del Sínodo de 2014. Se afrontaban posiciones fuertemente contrastantes. Pero precisamente aquí –esta era la idea del papa– se trataba de aprender la sinodalidad ínsita en la naturaleza misma de la Iglesia. En otros tiempos se procedía de otra manera. Todo parecía claro: está la verdad eterna de Dios, la revelación –ciertamente también para las cuestiones morales– transmitida a los apóstoles y a los ministros ordenados, que luego la enseñan objetiva y jerárquicamente al pueblo para que obedezca fielmente, so pena de incurrir en estado de pecado y por tanto excluido.
Este paradigma, que podríamos llamar «instruccionista», lo supera el Vaticano II, y más precisamente la teología de la revelación ofrecida en la Dei Verbum: antes de la doctrina que hay que mantener está Dios que se revela a sí mismo y se dirige a nosotros, seres humanos, en lenguaje humano y como amigo. Hay que reconocer que este cambio de paradigma hasta ahora aún no ha encontrado una aplicación adecuada: ni en el campo moral, ni en el de la evangelización. Baste pensar en la catequesis que todavía se desarrolla a menudo como «instrucción».
En cambio, la sinodalidad toma en serio la amistad de Dios con nosotros, seres humanos, y se pone a buscar la verdad en la comunión eclesial. Por eso no era casual que el papa concibiera el Sínodo de la familia como un proceso de dos años. La sinodalidad es un camino que trasciende las posiciones individuales y se pone a buscar la verdad que se da a cuantos emprenden el camino de la escucha y de la comprensión recíproca, abiertos a dejarse sorprender. No por casualidad, en octubre de 2015, el discurso del papa sobre la sinodalidad en el Aula Pablo VI insistía sobre la necesidad de aprender a ser Iglesia sinodal, que busca la verdad que nos sale al encuentro.
Entendámonos bien: no se trata de perder por el camino la autenticidad de la doctrina, sino de comprenderla más profundamente en el contexto actual. No se trata de diluirla, sino de descubrir el designio de Dios hoy, escuchando un mundo (católico también) que no ha perdido la fe, sino que expresa, en medio de las ambigüedades que caracterizan todo tiempo, la progresiva comprensión de la verdad, hacia la cual nos conduce el Espíritu.
Por tanto, se trata de discernir. Ya en el Sínodo se discutía a menudo, según los viejos paradigmas, sobre moral eterna y su aplicación, sobre la presunta traición de la doctrina y sobre la cuestión de en qué medida la doctrina se despliega para hacer resplandecer el Evangelio hoy (la «Verdad», para decirlo con las palabras de Juan Pablo II). Así pues, el verdadero punto en cuestión no era si podíamos apartarnos de la doctrina evangélica, sino desde qué paradigma teológico miramos la revelación y la enseñanza del Evangelio.
Una primera conclusión
Antes de entrar en el discurso específico de Amoris laetitia, tratemos de extraer algunas conclusiones. Los conflictos sobre el contenido afectan, ciertamente, a cuestiones morales y al modo de anunciar el Evangelio hoy. Pero en el origen de estos conflictos yacen algunas cuestiones de fondo: ¿cómo se entiende la «verdad» teniendo presente adecuadamente la historicidad de la revelación cristiana? ¿Se diluye el designio de Dios sobre el hombre y la mujer acerca de la verdad y el pecado si se da espacio a la sinodalidad y al sensus fidelium?
Respecto a eso, los diferentes enfoques de la teología moral abordan la revelación y su verdad según ángulos diversos. Mientras la concepción clásica se coloca en un contexto de cristiandad y parte de la verdad eterna de la ley moral, que luego se «aplica» en la historia y concibe el sacramento de la penitencia en esta clave, por su parte, una concepción sinodal se considera en camino hacia la verdad. No niega la experiencia de la Iglesia y la verdad ya hallada, pero la verdad moral no es «aplicada» simplemente, sino que se encuentra leyendo los signos de los tiempos y se enriquece con el paso de los años porque se despliega a lo largo de los siglos.
Esto también tiene consecuencias para el modo en el que se traduce en práctica la verdad moral: esta permanece válida, pero como el conocimiento de la verdad crece y se enriquece, así también toda situación moral que no corresponde a la verdad evangélica no comporta simplemente una lógica del in and out (de estar dentro o fuera). Más bien, encuentra en la verdad una luz para hallar el camino. Es decir: la verdad no excluye, sino que orienta a las personas a un crecimiento hacia la plenitud de la vida verdadera.
El enfoque cristológico
Tal vez aún más decisivo para este enfoque es la cristología subyacente. Al final, esta perspectiva se funda en una cristología pascual, es decir, que tiene sus raíces en Cristo Crucificado y Resucitado y en su verdad sobre el ser humano, que es una verdad en devenir: a través de la noche y la muerte a la vida. Por tanto, se basa en una teología de la misericordia pascual: es Cristo quien, apasionadamente, se inserta en la historia de cada persona; es él quien llega hasta cada persona, se hace cargo de cada pecado y se hace camino a la vida; es él quien quiere sanar las heridas y llevar a todos a la vida, estén donde estén.
Releer Amoris laetitia – una moral fundada en la existencia cristiana
Una lectura atenta de la exhortación postsinodal puede apreciar esta arquitectura teológica que luego se concreta y se pone en práctica. Amoris laetitia no traiciona la radicalidad del amor ni la alta idealidad de la realidad de la creación y de la unión entre hombre y mujer. No traiciona los ideales de la moral cristiana, sino que tiene en cuenta el camino histórico de su descubrimiento. Así se abre a una nueva comprensión de la moral cristiana, tomando en serio el camino que Cristo hace con cada persona humana, la cual, porque ha sido creada por Dios, anhela a su vez este ideal de vida.
Así pues, no es una pastoral que se limita a aplicar la verdad moral, sino una pastoral que parte de una concepción escatológica de la doctrina moral: la moral como raíz, estrella guía y meta atractiva que toma en serio la situación de la persona humana. Así entra en juego la dimensión existencial. Mientras en la moral clásica esta dimensión está presente en la casuística con la que se administra el sacramento de la penitencia, aquí la cura animarum consiste en la experiencia de un camino de vida que conduce al descubrimiento experiencial de una vida plena en la comunión de la Iglesia, abierta a toda persona humana en cualquier situación: «Muchos no perciben que el mensaje de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia ha sido un reflejo claro de la predicación y de las actitudes de Jesús, el cual al mismo tiempo proponía un ideal exigente y no perdía nunca la cercanía compasiva a las personas frágiles como la samaritana o la mujer adúltera» (AL 38).
Por tanto, este enfoque integra no solo el ideal inscrito en el corazón de la persona humana creada por Dios, sino también su fragilidad y su estar herida. A este propósito, la línea del papa es clara: «Al respecto, deseo recordar aquí lo que quise proponer con claridad a toda la Iglesia para que no erremos el camino: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar [...]. El camino de la Iglesia, desde el Concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el de Jesús: el de la misericordia y la integración [...]. El camino de la Iglesia es el de no condenar eternamente a nadie; el de derramar la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero [...]. Porque ¡la caridad verdadera es siempre inmerecida, incondicionada y gratuita! Por tanto, «hay que evitar juicios que no tienen en cuenta la complejidad de las distintas situaciones, y es necesario estar atentos al modo en el que las personas viven y sufren a causa de su condición«» (AL 296, citando también la relación final del Sínodo).
El papa se da cuenta de que este enfoque puede ser malentendido: «Comprendo a aquellos que prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a ninguna confusión, pero creo sinceramente que Jesús quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, en el momento mismo en el que expresa claramente su enseñanza objetiva, "no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de ensuciarse con el barro del camino"» (AL 308, citando la Evangelii gaudium).
Esta es la clave: la misericordia, que hunde sus raíces en el misterio pascual, es el punto de partida para un itinerario que conduce a todo ser humano, a toda pareja y a toda situación a una historia personal de salvación. Somos alentados a usar con cada persona un camino de discernimiento para llegar a una nueva y plena comunión, aunque eso suceda en medio de las dolorosas fragilidades de toda vida humana.
[1] Este proceso requiere que la Iglesia sea una comunidad que aprende constantemente. He aquí las frases anteriores a nuestra cita: «Así como es importante para el mundo que reconozca a la Iglesia como realidad social de la historia y su fermento, así también la Iglesia no ignora todo lo que ella ha recibido de la historia y de la evolución del género humano. La experiencia de los siglos pasados, el progreso de la ciencia, los tesoros escondidos en las diversas formas de cultura humana, mediante los cuales se revela más plenamente la naturaleza misma del hombre y se abren nuevos caminos hacia la verdad, todo eso sirve de beneficio para la Iglesia también. De hecho, ella, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje de Cristo recurriendo a los conceptos y a las lenguas de los diversos pueblos; además, se esforzó por ilustrarlo con la sabiduría de los filósofos, con el fin de adaptar el Evangelio, dentro de los límites convenientes, tanto a la comprensión de todos como a las exigencias de los sabios, y esa adaptación de la predicación de la Palabra revelada ha de permanecer la ley de toda evangelización. De hecho, en cada pueblo se pide la capacidad de expresar según su propio modo el mensaje de Cristo, y, al mismo tiempo, se promueve un intercambio vital entre la Iglesia y las diferentes culturas de los pueblos (cf. Lumen gentium, 13). Con el fin de acrecentar ese intercambio, sobre todo hoy, que los cambios son tan rápidos y tan variados los modos de pensar, la Iglesia necesita especialmente la aportación de aquellos que, viviendo en el mundo, conocen las diversas instituciones y disciplinas y su mentalidad, se trate de creyentes o de no creyentes» (GS 44).