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La diversidad cultural en riesgo de extinción

M. Teresa Ausín


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La reciente crisis del sector agrícola en nuestro país ha vuelto la mirada hacia una parte de la población que parecía olvidada: el mundo rural, un mundo que merece recuperar toda nuestra atención. Porque hay mucho en juego. Y es que, frente a la homogénea y globalizada sociedad urbana, es el mundo rural el que atesora la diversidad cultural de nuestro continente. Europa es un paraíso etnográfico atravesado por cientos de microculturas que, desde Andalucía a Laponia, desdibujan los contornos de los Estados. Pensemos en la cultura vasca, situada a ambos lados de los Pirineos, o en La Tierra de Miranda, donde se esconde un reducto de la cultura leonesa pero en suelo portugués. Pues bien, si queremos salvar la diversidad cultural de Europa, debemos proteger el medio rural y sus tradiciones, que están seriamente amenazadas por la despoblación y la falta de prestigio. 
 
Aunque muchos piensen que en los pueblos no hay oportunidades laborales, los jóvenes no solo huyen por la falta de opciones, sino por un entorno que les empuja a ello; por una sociedad que no les hace sentir orgullo por lo que atesoran, que les dice «estudiad para iros lejos» en vez de «estudiad para poder elegir». Así lo atestigua Álvaro Lobato, un joven de 36 años que en 2013 decidió montar una empresa de apicultura en un pequeño pueblo de León y que hoy continúa feliz en un entorno «que enamora». Álvaro estudió Ciencias Ambientales y llegó a trabajar en Barcelona y Canadá, pero no podía olvidar su pasado en Astorga. Desde niño había sentido un gran apego por los animales, la naturaleza y la forma de vida tradicional, en equilibrio con el medio. Y ahora, tan lejos, sentía que los había traicionado. Hasta que en 2010 conoció a Sergio, un agente medioambiental que le cambió la vida.
 
«Sergio me enseñó lo maravilloso que puede ser vivir en sintonía con los valores del mundo rural. Tres años después, tras completar mi doctorado, decidí reconducir mi trayectoria profesional y apoyar al mundo rural desde la apicultura. Me instalé en Felechares de la Valdería, un pueblo que, con solo 170 habitantes ¡es de los grandes de la comarca! Y la acogida fue muy curiosa: como era el final del verano, todo el mundo me hizo pasar por su huerta para regalarme manzanas, ciruelas y uvas. Día tras día venían con “brazáos de fruta pa casa” y yo no quería ser descortés pero… ¡ya no sabía qué hacer con tanta fruta!». 
 
Álvaro le fue dando forma a su empresa, disfrutando al preparar los nuevos colmenares y productos destinados a una extensa red de hogares anónimos, pero confiesa que cuando intentaba explicarles a sus conocidos cómo era su nueva forma de vida, todos le miraban preocupados: «No entendían que alguien joven y con estudios hubiera decidido irse al mundo rural libremente». 
 
Y ahí fue cuando descubrió la urgente necesidad de que se dignificase la vida del campo: «En muchos casos, la falta de emprendimiento en los pueblos no se debe a la falta de posibilidades de negocio, sino a la falta de prestigio social. Se están desperdiciando recursos naturales sin que nadie los aproveche porque les resulta “indigno” vivir en un pueblo, cuando en realidad es muy fácil crear empresas que permitan el triple equilibrio tan buscado hoy en día: sostenibilidad ambiental, económica y social». 
 
Pero todo esto no impidió la inmersión de Álvaro en la sociedad rural: «Comencé a participar de los concejos de la Junta Vecinal: una tradición en la que, tras su característico toque de campana, los vecinos se reúnen en la plaza para debatir los asuntos que nos atañen. Estas reuniones son herencia del Reino de León, la “cuna del parlamentarismo”. ¡Y siguen vivas en pleno 2020!», exclama. En efecto, tradiciones como esta, de una auténtica democracia abierta, solo siguen vivas en el medio rural, no en las ciudades. Tampoco encontraremos en la urbe las facenderas, unos trabajos comunales en los que, según la cultura leonesa, los vecinos están obligados a realizar trabajos colectivos por el bien del pueblo: «Limpiamos las canalizaciones de las traídas del agua para el riego o vamos en batallón a bachear los caminos. Y es que, como dicen los antiguos documentos conservados en el arca del pueblo, “esto será así para el beneficio de los vecinos que ahora son y por el tiempo fueren”». 
 
Así, Álvaro ha pasado de ser un urbanita a formar parte importante de una cultura que, pese a estar gravemente amenazada, es capaz de administrarse de forma sostenible: «Nadie nos tiene que financiar para mantener unas estructuras construidas por los antiguos pobladores, pues permiten la vida y el trabajo aquí y las consideramos como nuestras, porque lo son». 
 
Después de este recorrido por un mundo tan desconocido para muchos, queda claro patente que el primer paso para solucionar el problema de la despoblación pasa por otorgarle al mundo rural el prestigio que merece y el reconocimiento a sus tradiciones, a su cultura y a su forma de vida. El reto está sobre la mesa: salvaguardar la cultura propia de Europa, que vive en los pueblos. Porque es esa cultura la que marca la diferencia en un mundo globalizado que ha olvidado lo que de verdad tiene valor.
 




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