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Siglo XXI: la religión en diálogo

Francesc Brunés

Postmodernidad, postverdad, ¿postreligión?


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Nuestra sociedad apenas tiene idea de adónde va y qué es lo que hará allí. Cada vez más interconectada e interdependiente, en ella surgen preguntas sobre la identidad y el pluralismo (cultural, moral, religioso…); y en la multiplicidad de cauces para buscar la verdad compiten por hacerse un lugar. Rutas llenas de amenazas y dificultades, donde la sensación de vulnerabilidad no decrece, sino que aumenta, alimentada por un alud de información y por la profunda crisis económica de raíces morales.
 
 

Importancia política de las religiones

Del «Dios ha muerto» de Nietzsche a la frase atribuida al novelista francés André Malraux –«El siglo XXI será espiritual o no será»– y a la afirmación del teólogo Karl Rahner –«En el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán»–, la confusión nos acompaña en todas las comidas. 
 
Mientras el sociólogo y teólogo luterano Peter L. Berger asegura que vivimos en un «momento de religiosidad exuberante», lo cierto es que la presencia del hecho religioso en la vida pública es cada vez menor, y en determinados países y ámbitos es prácticamente inexistente. 
 
Pero en el contexto mundial cada vez se pone más de manifiesto la importancia política de las religiones y el trato político y social de su diversidad. Además, las tres grandes creencias monoteístas no son doctrinas abstractas o místicas, sino proyectos de convivencia sobre cómo alcanzar el bien de la persona en el seno de la comunidad. 
 
Admitiendo, pues, que en las grandes religiones la creencia no es mero sentimiento sino una determinada forma de entender la vida, parece lógico que cada una intente promover su visión del bien común en la esfera pública. Por si no fuese suficiente, hoy hay una gran cantidad de personas agnósticas, ateas o sin ninguna referencia religiosa explícita. El lío está servido. 
 
 

Reconocerse mutuamente

La esfera pública del siglo XXI es plural y democrática. La independencia de los Estados modernos respecto de la autoridad eclesiástica debe garantizar los derechos de las minorías religiosas, así como los de todos los ciudadanos, tengan o no referentes religiosos. En este entramado de derechos, el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas dice que no basta la benevolencia condescendiente de una autoridad secularizada, sino que las partes han de buscar maneras de ponerse de acuerdo.
 
Para poder regular con eficacia la convivencia, los ciudadanos, libres e iguales, deben reconocerse mutuamente. En este sentido, el filósofo estadounidense John Rawls afirma que «en situaciones de desacuerdo sobre cuestiones relacionadas con las visiones del mundo, cuestiones normativas y convicciones religiosas, los ciudadanos deben respetarse unos a otros, como miembros que poseen los mismos derechos, y buscar un entendimiento racionalmente motivado». 
 
Siguiendo este razonamiento, querer ejecutar una regla que no se justifique de manera imparcial es ilegítimo porque supondría que una parte impone su voluntad al resto. Los ciudadanos de una comunidad democrática están obligados a darse razones recíprocamente, ya que solo de esta forma el poder político pierde su carácter represivo.
 
 

¿Acallar la voz pública de la religión?

Ciertamente hay defensores del papel político de la religión que remiten a ejemplos históricos de la influencia favorable de Iglesias y movimientos religiosos en defensa de la democracia y los derechos humanos. Un paradigma sería Martin Luther King y el movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos. Lo cierto es que en el Estado laico y liberal solo cuentan las razones civiles, independientes de las cosmovisiones religiosas con sus normas morales. Los ciudadanos creyentes se ven obligados a establecer una especie de equilibrio entre sus convicciones religiosas y las civiles o, como dice el filósofo Robert Audi, un equilibrio teo-ético. 
 
Sin embargo, los Estados no pueden desanimar a los creyentes pidiéndoles que se abstengan de manifestarse como tales en el ámbito político. De hecho, si lo hacen, renuncian a una importante reserva para crear sentido e identidad, evitando que los ciudadanos de cultura no religiosa puedan encontrar elementos enriquecedores en las aportaciones que provienen del ámbito religioso.
 
A pesar del camino recorrido por las Iglesias reconociendo el pluralismo religioso, el avance de las ciencias modernas y la consagración del derecho positivo, parece que la carga asimétrica en los procesos sociales aboca a los creyentes a una crisis, mientras no afecta a los ciudadanos sin referencias religiosas. ¿Por qué? 
Posiblemente pensar que las tradiciones religiosas son una reliquia del pasado tiene algo que ver. La realidad, en cambio, es tozuda y demuestra que no es así, y que en una sociedad pluralista y democrática no hay que acallar la voz pública de la religión. 
 
No hablo de instituciones eclesiásticas, sino de religión, de ese componente espiritual que todo ser humano custodia en su interior. El propio Habermas admite que la misma Filosofía debe estar abierta al aprendizaje ante las tradiciones religiosas, siempre que estas eviten el fundamentalismo y la coerción sobre las conciencias. El patio parece estar animado.
 
 

Pacto de convivencia

La necesaria separación Iglesia/Estado, una sociedad multirreligiosa y pluricultural, unos estados laicos y democráticos llevan a plantear la necesidad de un «pacto de convivencia», como propone el filósofo y pedagogo estadounidense Richard Rorty. Ante la multiplicación del pluralismo, no es posible imponer una doctrina y una moral como si fuesen las únicas, pero tampoco hacer callar la voz pública de las religiones. En el pluralismo democrático es consustancial el conflicto de interpretaciones. 
 
Es necesario mantener en el espacio público la comunicación para todas las aportaciones, vengan del ámbito religioso o no. Pero este pacto de convivencia no será posible si una de las partes quiere seguir imponiendo su propia agenda en la esfera pública, excluyendo al resto.
 
Hacerlo posible depende del diálogo, que es de por sí una manera de vivir y de convivir. Como en una espiral de círculos concéntricos, inicia en el ámbito personal y familiar, pasa por el hecho religioso y cultural y traspasa las fronteras de los Estados oteando el horizonte de la fraternidad universal.                           




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