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EDUCACIÓN: La otra superluna

Jesús García

Nos ha tenido embelesados durante algunos días. La luna se ha convertido en superluna gracias a la visión ampliada que hemos tenido de ella.


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Mientras, algunos de los aspectos más mezquinos y punzantes de la educación se han visto agrandados también hasta convertirse en “supernoticias”. Una niña que muere por coma etílico, familias enfrentándose ante las cámaras por un posible caso de acoso entre iguales o un colectivo de asociaciones de padres que –con la que está cayendo– abren el debate sobre los deberes en fin de semana son solo algunas.
 
Sin duda, reflejan el grado de enfermedad y abatimiento moral que sufre esta sociedad anoréxica de valores y evidencian la anestesia emocional que nos mantiene adormecidos ante un incipiente caso de violencia (física o psicológica) o la muerte de una adolescente. Y todo eso, aromatizado de una superficialidad educativa que nos lleva a pensar que la enfermedad es más grave de lo que pensamos.
 
Daniel Goleman, el padre de la Inteligencia Social, decía que «una persona (una sociedad) completa es aquella que no desatiende su interacción con los demás». El diagnóstico es serio. Una sociedad cuyos miembros han distorsionado esta interacción y viven insensibles e indiferentes a los sentimientos y emociones de los demás está, por incompleta, gravemente enferma. Pero me resisto a quedarme en el diagnóstico; es más, este me pide proponer un tratamiento adecuado.
 
Muchos centros educativos llevan tiempo trabajando con sus alumnos las denominadas «competencias sociales y emocionales», es decir, aprender a gestionar las emociones personales, a ser consciente de las necesidades de los demás, identificarlas, en definitiva, cómo relacionarnos positivamente con los demás. Y lo hacen sin descuidar el resto de las competencias. Aun así, deberíamos insistir más en ello, especialmente en la transición de la enseñanza primaria a la secundaria. 
 
Ahora bien, no echemos toda la carga sobre las espaldas de los docentes. Ellos deben, ciertamente, dar un paso adelante y añadir a su ya larga lista de responsabilidades, más formación en el desarrollo de las competencias sociales. De hecho, lo hacen más de lo que se ve y a costa de su tiempo y su bolsillo. Pero las familias, los padres y madres, tenemos la obligación moral de educar en este aspecto. 
 
Por mucho que la escuela trabaje con niños y adolescentes, si la familia no trabaja en el mismo sentido y con más intensidad que esta, seguiremos, tristemente, favoreciendo la formación de personas incompletas. No olvidemos que las familias «delegamos» en la escuela, pero que al final la responsabilidad última es nuestra y no al contrario. 
 
Sé que no es cuestión fácil. La formación no se improvisa y se impone conocer métodos y aplicar dinámicas que la impulsen, que la adapten coherentemente a las necesidades y a las circunstancias de las familias. Habrá que destinar medios y espacios, pero ello no nos exime de la obligación de formarnos en este sentido y, en consecuencia, de hacer un esfuerzo.
 
Volvamos a la superluna. ¿Por qué no agrandar el campo y hablar de grupos de padres y madres que se están preparando para crecer como tales o de esa comunidad educativa que trabaja los valores y desarrolla la excelencia en sus alumnos? Quizás la alarma social se transformaría en impulso, confianza y entusiasmo. 




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