No puedo aceptar la desgracia que me ha ocurrido. Tras la muerte repentina de mi hijo, no soy capaz de darle gracias a Dios por su amor.
M. U.
Es más que comprensible su reacción ante lo que le ha ocurrido, y es que nos parece imposible poder conciliar el amor de Dios y el dolor. Quizás porque nos hemos acostumbrado a pensar en un Dios omnipotente, en el sentido de que puede hacer lo que quiere. Pero en realidad Jesús nos manifestó antes que nada el rostro de un Padre, que no te quita el dolor, sino que lo lleva contigo. El primer fracasado, según la lógica que decía antes, sería Dios mismo, que no utilizó su omnipotencia para salir al encuentro de su Hijo en la cruz. Y el propio Jesús experimentó la sensación de abandono por parte de Dios... Y sin embargo, en ese momento dijo con el corazón estas palabras: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
Sólo en Jesús descubrimos que todo dolor puede tener sentido, y encontramos la fuerza para afrontarlo. Abandonándonos en las manos del Padre, llegamos a experimentar que «todo colabora al bien para los que aman a Dios». El camino nos lo señala Juan en su primera carta: «Hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos». Procure no encerrarse en su dolor, sino más bien trate de asumir los dolores y las alegrías de quien le pase al lado, y verá que se produce esa alquimia divina.
Cuando yo tenía nueve años, tuve que desprenderme de mi madre. Junto a su ataúd descubrí que podía sonreír entre las lágrimas. Las lágrimas no se pueden evitar, porque expresan nuestra experiencia vista “desde aquí”, mientras que la sonrisa se la dirigimos a quien ahora está vivo en el corazón del Padre. Piense en su hijo vivo, resucitado como Jesús. Le quedarán las lágrimas, pero notará que el Padre las hace suyas».