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Justo a tiempo

Mariella Musicaro

La enfermedad de su hija hace renacer al padre.
Aparentemente no me faltaba nada. Mis padres me habían dado una vida cómoda en una casa grande, una educación moral sana, un buen colegio… Sólo que en mi casa no había sitio para Dios. Mi madre, que dedicaba toda su vida a su familia y al porvenir de sus hijos, no tenía tiempo para ir a la iglesia. Mi padre consideraba que la religión era el opio del pueblo y que la Iglesia coartaba la conciencia de la gente y limitaba su libertad. Yo tenía quince años, un carácter exuberante que no se fijaba en los obstáculos y una gran necesidad de cariño que, al no verse satisfecha, se manifestaba en un pesimismo supercrítico y despiadado con todos y con todo. En esta maraña típica de la edad, de repente una luz iluminó la profunda insatisfacción que sentía: conocí a unas chicas que me hicieron ver un mundo distinto. Nunca había visto unos rostros tan luminosos y sinceros. Llevaba con ellas apenas unos minutos y me parecía que nos conocíamos de toda la vida; me sentía como en familia con ellas. Y entre ellas tenían una manera tan delicada, tan sencilla de tratarse; estaban supercompenetradas y parecía que vivían las unas por las otras. ¿El secreto de su plenitud? Dios, Dios que es Amor. Tenía que ser verdad, a juzgar por sus vidas. Me hablaron de Jesús, de su compromiso por vivir el Evangelio. Me explicaron que estamos hechos para ser felices y que la felicidad consiste en amar a Dios y a cada persona. Entonces, no era verdad que para ser cristiano había que respetar una larga lista de prohibiciones; no era verdad que Dios limita la libertad, que la religión es renuncia, sacrificio, frío cumplimiento de un deber en espera de una alegría futura. ¿Y esa insatisfacción que tanto me había atormentado? Era sólo un aspecto de su amor que para llevarme a Él, había impedido que me contentara con ideales pequeños e ilusorios. Sí, yo también quería ser feliz como esas chicas. Si quería que se me llenara el corazón, sólo tenía que hacer una cosa: ser la primera en dar a los demás todo el amor que siempre había pretendido que me dieran a mí. Empecé. Fue como respirar a pleno pulmón. Mis días se hicieron luminosos y estaban entretejidos con pequeños hechos que daban sentido incluso a las cosas que antes me resultaban más insulsas o molestas. Y si alguna vez me costaba amar a quien de por sí no era “amable”, ésa era la ocasión para demostrar que mi amor por Dios era concreto. Sí, incluso el dolor formaba parte del plan de amor que tenía preparado para mí. Lo entendí más tarde, cuando una enfermedad latente durante años estalló de improviso y casi me deja inválida para toda la vida. Empecé a pasar de un especialista a otro y sus diagnósticos eran diferentes, a veces incluso contradictorios, pero sin resultados. Hasta que mis padres me llevaron con grandes sacrificios a una clínica ortopédica de fama mundial. Me acompañó mi padre. Durante dos días, mientras esperaba ingresada a que me realizaran las pruebas, traté de no pensar en mí. Tenía demasiado que hacer ocupándome de los demás, aliviando sus dolores, asegurándoles que Dios los amaba personalmente… Sí, aunque en algunos momentos el miedo se apoderaba de mí y estaba a punto de bloquearme. De hecho, veía en los demás pacientes el desarrollo de la enfermedad que yo tenía, así que sabía lo que podía esperarme… Y cuando me encontré ante la puerta del especialista que se iba a ocupar de mi caso, me resultó lógico derramar sobre mi padre, mudo por la angustia, toda mi carga de paz. Cuando al cabo de un buen rato una enfermera nos informó de que se había aplazado la cita, salimos en silencio. Sentía intensamente una protección especial y al mirar a mi padre, me dio mucha pena: él no tenía esa luz, mientras que yo sí. ¡Tenía que dársela! En silencio pedí con todas mis fuerzas ayuda para hacerlo. Oí la voz de mi padre atenazada por la desesperación: «¿Cómo puedes estar tan tranquila? Si te dijeran que…». No recuerdo qué le dije, pero sí que hablé durante mucho tiempo y que le conté cuál era el secreto. Luego le dije: «Papá, Dios te ama a ti también y quiere que tú lo ames». «¿Y la Iglesia? ¿Y los curas? ¿Y la confesión?»… Los problemas salieron de su alma a borbotones y enmarañados: habían estado ahí toda una vida. Aunque era joven e inexperta en la vida espiritual, le hablé de la Iglesia como de una gran familia, del papa como la expresión de la paternidad de Dios en la tierra, de los sacerdotes como canales por los que fluye la gracia –hombres, sí, ¿pero qué más da el canal si el agua es pura?–. «¿Por qué no vamos mañana juntos a la iglesia –le propuse– y le pedimos a Jesús con fe que me conceda la salud? Él puede hacerlo… Además, papá, tú todavía no sabes que he decidido entregarle mi vida a Él, pero para hacerlo tengo que estar sana. Por lo tanto, ¡no puede negármelo!». «Dame tiempo; tengo que pensármelo…». «Yo sí puedo darte tiempo, papá, pero… ¿¡te lo dará Dios!?». Nos dejamos así, sin una respuesta. La mañana siguiente vino al hospital: «Llévame a la iglesia». Entró en un confesionario y su confesión fue larga. Llena de alegría, no me habría importado pagar esa gracia durante toda mi vida con mi enfermedad. Salió renovado, radiante. Recibimos juntos la comunión. Era la segunda vez en su vida. Ahora nos esperaba la visita médica. El especialista me reconoció a fondo; quiso saberlo todo sobre los tratamientos que había seguido hasta ese momento. Después se dirigió a mi padre: «Ha venido justo a tiempo. Un poco más y habría sido demasiado tarde». Nos miramos en silencio. Para mi padre era la primera experiencia de que Dios no se deja ganar nunca en generosidad.



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