La caridad es labor de cada día, pero es más necesario ejercitarla con los débiles, los que están solos, los ancianos... La labor de un sacerdote jubilado.
Antes de jubilarme, ya hace dos años, como sacerdote que soy dedicaba unas horas semanales para visitar a los ancianos y a los enfermos de la parroquia. Hablaba con la familia, les leía la palabra de Dios y les llevaba la eucaristía. Normalmente eran unas diez o doce visitas. Tenía predilección por ellos, debido a su situación de debilidad y a veces de soledad; me sentía llamado a dar compañía, escucha, tiempo y comprensión cristiana. Ellos me daban a mí algo en lo que abundaban: serenidad adulta, simplicidad de vida, síntesis de pensamiento, bienaventuranza... Ahora algunos de ellos que han partido para el cielo me darán también su gratitud hecha mediación y oración desde la eternidad. Siempre me ha hecho bien esta fe en la unión con los bienaventurados a la que se refiere la “comunión de los santos” que confesamos en el Credo. La Palabra de Dios nos dice que en Jesucristo «estamos unidos a los justos que han llegado a su destino». Ellos nos dan una verdadera comprensión de la vida cristiana, que se prolonga por toda la eternidad.
Hoy mi situación ha cambiado y tengo más tiempo disponible. Ya no estoy circunscrito al quehacer pastoral de una parroquia, pero la veneración que he tenido por los mayores continúa a través de la relación epistolar que mantengo mensualmente con cada uno. Les escribo una carta en la que les comunico mis sentimientos de fe, mis experiencias de vida y les manifiesto mi afecto, pero sobre todo aprovecho para mandarles un pensamiento espiritual junto con la Palabra de Vida, que alimenta su fe, y les invito a vivirla. Y, si es posible, voy a visitarlos alguna de las veces que voy a Madrid.
Pero quiero hacer algo más por los mayores. Conozco a varios sacerdotes ancianos a los que me une una espiritualidad que hemos vivido juntos durante años. Viven en distintas ciudades e ir a visitarlos es una tarea prioritaria para mí, que tengo tiempo. Ahora puedo desplazarme para ir a verlos. Mantengo con ellos mucho contacto por carta o por teléfono, pero pasar unos días con ellos es otra cosa.
Francisco está en la residencia diocesana de Santiago de Compostela. Tiene ordenador y le mando mensajes y algunos archivos interesantes, pero ir a verlo alguna vez me parece más concreto, más cálido, más dar la vida por el hermano. Santiago está en Las Palmas de Gran Canaria y su simpatía es para mí un regalo cuando voy. Esa frase humano-divina que nos dejó Jesucristo para que fomentemos la fraternidad: «donde hay dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos», queda garantizada por la la proximidad, además del afecto que nos aseguramos en las cartas. Jesús se hace presente entre nosotros cuando sellamos el afecto con la presencia concreta.