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articulo

El obispo de las favelas

Miguel Galván

Hace cien años nació Don Helder Cámara, el arzobispo brasileño que encarnó “la opción preferencial por los pobres”.
Caminar por la cuerda floja. A un lado, la seguridad que da el poder y la comodidad del mundo; al otro, las osadas y a menudo fascinantes perspectivas de las ideas y acciones revolucionarias fomentadas por el odio; en medio, la cuerda. El cristiano –o el santo, usando una palabra atrevida– camina por ésa, por la cuerda. Y aunque a veces le parezca fina y poco segura, normalmente se siente bien en ella y camina por ella con confianza. Es una cuestión de confianza en Dios, de fe. Don Helder Cámara, el arzobispo brasileño cuyo centenario del nacimiento, además de los diez años de su muerte, se celebró el año pasado, caminaba por esa cuerda. «Si doy pan a los pobres, todos me llaman santo; si demuestro por qué los pobres no tienen pan, me llaman comunista y sedicioso», decía. Pero no les daba demasiada importancia a esos comentarios. El Sunday Times lo llegó a definir como «el hombre más influyente de Latinoamérica después de Fidel Castro»; otros lo bautizaron como «el obispo rojo». Pero él, el grácil e indómito Don Helder, no se dejaba ni halagar ni atemorizar por ninguna etiqueta. Se comportaba como un auténtico profeta de los tiempos bíblicos: anunciaba y denunciaba. No eludía este doble e imperioso compromiso, y para ello se fundaba, lleno de confianza, en la fuerza de la verdad. Por eso los brasileños –y muchas otras personas en el mundo– lo amaban y siguen recordándolo con mucho cariño. Trataba de estar cerca de los últimos, incansable defensor del derecho a la vida, una vida digna. Veía en María, en la Madre de Dios, la misericordia divina que desciende del Cielo a la Tierra como un plano inclinado y alcanza a los más alejados, a los perdidos, a los más indignos de su misericordia. Helder Cámara nace en Fortaleza, en el nordeste de Brasil, en 1909, justo en el domingo de carnaval, cuando la gente enloquece de la alegría de vivir. Era el undécimo de trece hijos, de modo que sabe lo que significa crecer en una familia numerosa. Pierde a cinco hermanos todavía en la infancia a causa de una epidemia de difteria. Conoce la miseria de su gente y, una vez ordenado sacerdote, trabaja en numerosas iniciativas a favor de los más débiles: sindicato de mujeres obreras, cooperativas, etc. Sus colaboradores reconocen su carisma apasionado y su indudable capacidad de organización. Llega a obispo; después, secretario de la conferencia episcopal brasileña, la primera del mundo, que creó con la aprobación de Pablo VI.

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