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Palabra de vida noviembre 21

Letizia Magri

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». (Mt 5,9).


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El Evangelio de Mateo lo escribió un cristiano proveniente del ambiente judaico de su tiempo; por eso contiene tantas expresiones propias de esa tradición cultural y religiosa. En el capítulo cinco Jesús es presentado como un nuevo Moisés que sube al monte a anunciar la esencia de la Ley de Dios: el mandamiento del amor. Para dar solemnidad a esta enseñanza, el Evangelio nos dice que Él está sentado, como un maestro.
 
No solo eso: Jesús es además el primer testigo de lo que anuncia. Esto destaca de modo evidente cuando proclama las Bienaventuranzas, el programa de toda su vida. En ellas revela la radicalidad del amor cristiano con sus frutos de bendición y alegría plena. Eso es bienaventuranza.
 

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».

 

En la Biblia, la paz –shalom en hebreo– indica la condición de armonía de la persona consigo misma, con Dios y con lo que la rodea; aún hoy es un saludo entre las personas, como un deseo de vida plena. La paz es ante todo don de Dios, pero también depende de nuestra adhesión.
 
Entre todas las bienaventuranzas, esta resuena como la más activa, pues nos invita a salir de la indiferencia para convertirnos en constructores de concordia a partir de nosotros mismos y a nuestro alrededor, poniendo en acción inteligencia, corazón y brazos. Requiere el esfuerzo de preocuparse por los demás, sanar heridas y traumas personales y sociales provocados por el egoísmo que divide y promover todos los esfuerzos en esta dirección.
 
Como Jesús, el Hijo de Dios, quien cumplió su misión cuando dio su vida en la cruz para volver a unir a los hombres con el Padre y traer de nuevo la fraternidad a la tierra. Por eso, cualquiera que sea constructor de paz se asemeja a Jesús y, como Él, es reconocido hijo de Dios.
 

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».

 

Siguiendo las huellas de Jesús, también nosotros podemos transformar cada día en una «jornada de paz» poniendo fin a las pequeñas o grandes guerras que cada día se libran a nuestro alrededor. Para realizar este sueño es importante construir redes de amistad y solidaridad, tender la mano para ofrecer ayuda pero también para aceptarla.
 
Como cuentan Denise y Alessandro: «Cuando nos conocimos nos iba bien juntos. Nos casamos y al principio fue muy bonito, incluyendo el nacimiento de nuestros hijos. Con el pasar del tiempo comenzaron los altibajos; ya no había ningún tipo de diálogo entre nosotros, y cualquier cosa era objeto de discusión continua. Decidimos permanecer juntos, pero seguíamos cayendo en los mismo errores, rencores y enfrentamientos. Un día, una pareja de amigos nos propuso participar en un taller de apoyo a parejas con problemas1. No solo encontramos personas competentes y preparadas, sino además una «familia de familias» con la que compartir nuestros problemas: ¡ya no estábamos solos! Volvió a encenderse una luz, pero fue solo el primer paso: una vez en casa no era fácil, y volvíamos a caer. Lo que nos ayuda es preocuparnos por el otro, con el compromiso de volver a empezar y seguir en contacto con estos nuevos amigos para seguir adelante juntos».
 

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».

 

La paz, la de Jesús, como dice Chiara Lubich, «exige de nosotros corazones y ojos nuevos para amar y ver en todos otros tantos candidatos a la fraternidad universal». Y añade: «Nos podemos preguntar: “¿También en los vecinos pendencieros?, ¿también en los compañeros de trabajo que entorpecen mi carrera?, ¿también en los militantes de otro partido o en los hinchas de un equipo de fútbol adversario?, ¿también en las personas de religión o nacionalidad distintas a la mía?”. Sí, cada uno es mi hermano o mi hermana. La paz empieza precisamente por ahí, por la relación que sé instaurar con cada prójimo. “El mal nace del corazón del hombre –escribía Igino Giordani–, y para apartar el peligro de la guerra hace falta desterrar el espíritu de agresión y de explotación y egoísmo del que procede la guerra: hace falta reconstruir una conciencia”2. El mundo cambia si cambiamos nosotros, […] sobre todo poniendo de relieve lo que nos une podremos contribuir a crear una mentalidad de paz y a trabajar juntos por el bien de la humanidad. […] Al final es el amor el que vence, porque es más fuerte que cualquier otra cosa. Probemos a vivir así en este mes, para ser levadura de una nueva cultura de paz y de justicia. Veremos renacer en nosotros y alrededor de nosotros una nueva humanidad»3.
 
 
 

1) Cf. 10 anni di «Percorsi di luce»: ‡ https://www.focolare.org/famiglienuove (en italiano e inglés).

2) I. Giordani, L’inutilità della guerra, Roma 2003, p. 111.

3) Cf. C. Lubich, Palabra de vida, enero 2004: Ciudad Nueva n. 405 (1/2004), pp. 22-23.





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