El sistema educativo en España ha avanzado mucho en las últimas décadas, pero se sigue enfrentando a retos que van a marcar a una generación de alumnos, especialmente después de la Covid-19. Seguimos siendo el país con más abandono educativo de toda la UE, los resultados de aprendizaje se mantienen pero sin mejora, con problemas de excelencia (la proporción de alumnado con buenos resultados es pequeña) y aún más de inequidad (fuerte relación entre el origen socioeconómico y los resultados económicos y laborales).

La ley toma medidas –a complementar en las CCAA– para reducir la repetición de curso, que es cara, injusta e ineficaz y afecta a un porcentaje alto de alumnado. Abre la puerta a expandir la educación de 0 a 3 años, pero no habla del reconocimiento jurídico de la plaza. Abre otra puerta a una necesaria y profunda reforma curricular, organiza y flexibiliza la primaria, recuperando el sistema de ciclos y la diversificación curricular de la LOE. Aborda por primera vez la cuestión de la segregación escolar, problema que se da en muchas ciudades y CCAA, e incorpora medidas relevantes para combatirla. Su plan de financiación prevé alcanzar el 5% del PIB aunque concreta poco el cuándo (quizás 2025) y el cómo.

Sin embargo deja fuera dos elementos importantes de la política educativa. No aborda la reforma de la carrera docente, si bien abre la puerta a que se haga en el periodo de un año con las CCAA, y sigue sin resolver la profesionalización de la dirección de los centros educativos y su autonomía efectiva. 

El elemento más negativo de esta ley es el de siempre: la falta de consenso. Quizá la conflictividad que ha generado y la oposición por parte de la escuela concertada no se deben tanto a diferencias respecto a su contenido cuanto a la caída demográfica que sin duda afectará al sistema educativo en la próxima década.