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¿Vuelve la barbarie?

Michele Zanzucchi

Las migraciones son un tema recurrente. Es la cuestión en torno a la que se juega el futuro de Europa.


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El futuro de gran parte de nuestro mundo europeo, y puede que de todo el planeta, se va a jugar en torno a las migraciones. El hecho de que en este preciso momento haya en el mundo más de sesenta millones de personas que se están trasladando por motivos bélicos, políticos o económicos (en el fondo poco importa en qué categoría metamos a los migrantes, pues se trata siempre de seres humanos en busca de una vida mejor) no puede dejarnos indiferentes. Por una parte, tantas imágenes de dolor han conseguido que mucha gente, demasiada, se acostumbre; por otra, un notable grupo de usuarios de los medios digitales han experimentado cómo les crecía en el corazón el sentido de humanidad y en el cerebro unas cuantas razones para ponerse del lado de los débiles.

Si nos fijamos bien, lo que está en juego es toda la doctrina sobre los derechos humanos, y por tanto, el derecho de asilo, la libertad de movimiento, la libertad de pensamiento, de religión, etc.
 
Quienes creen que nuestro estilo de vida lo determina precisamente la doctrina sobre los derechos humanos, heredada de la Revolución Francesa, seguramente se plantean esta preguntas: ¿Esos derechos siguen siendo válidos? ¿Atañen a otros pueblos o solo a franceses, ingleses y demás europeos? ¿Es «universal» la declaración de los derechos humanos? Si respondemos que sí a estas preguntas, entonces habremos de ser coherentes al afrontar la cuestión de las migraciones.
La inmigración ciertamente pone en cuestión la doctrina de los derechos humanos y deja a los débiles aún más débiles. Y no ocurre solo en el desierto de Libia sino también en Argelia, en la frontera entre Bangladés y Myanmar, en la zona de los Grandes Lagos de África, en Yemen… 
 
Hay algo completamente falso, manipulado, en todo lo que está ocurriendo: ¿Por qué afirmamos que los derechos humanos son la base de nuestra sociedad europea y al mismo tiempo cerramos puertos, levantamos muros y vallas, devolvemos gente que tendría derecho de asilo, financiamos guerras y vendemos armas?
 
¿No nos habremos olvidado de que los derechos humanos tienen su base en la tradición judeo-cristiana, es más, sobre todo cristiana? No es posible hablar de fraternidad sin tener en cuenta a Abrahán, el migrante, y a Jesucristo, el expulsado. Solo que esto hoy no es políticamente correcto, aunque haya quien exhiba el Evangelio con fines electorales, sin saber qué contiene. 
Los migrantes son hermanos nuestros. No hay vuelta de hoja, a no ser que manipulemos total y conscientemente las páginas del Evangelio o nublemos nuestra mente con la lógica de un soberanismo grosero o un fascismo populista.
La fraternidad deja a un lado los soberanismos, nacionalismos y populismos para ponerse del lado de las personas, y en primer lugar de los pobres, con el fin de desarrollar todo un sistema político que los contenga. Sin embargo, hoy va creciendo, y de un modo alarmante, un capitalismo nacionalista impersonal que está minando la poca fraternidad que habíamos logrado edificar durante 
dos siglos de guerras y de paz.
 
¿Será que vuelve la barbarie, la ley de talión? Esa ley no es herencia del Antiguo Testamento, como se suele creer con bastante ingenuidad, sino que procede del babilónico Código de Hammurabi. No nos da miedo la piel oscura de los inmigrantes, sino su pobreza. Tenemos miedo de que nos roben parte de nuestra riqueza.


El puente sobre el Bidasoa

El río Bidasoa marca la frontera natural entre Francia y España en esa curva del Atlántico donde ambos países se dan la mano. Del lado francés, Hendaya, de unos dieciséis mil habitantes; del lado español Hondarribia e Irún, dos municipios que juntos forman un núcleo urbano de unos setenta y seis mil habitantes. 
Varios puentes unen Irún y Hendaya, y sirven a los ciudadanos de ambos lados para ir al trabajo, ir de compras o simplemente cambiar de playa. El tránsito de personas es libre; no hay controles aduaneros. En realidad se podría hablar de una única ciudad que ha crecido a ambos lados de la frontera, dividida por un río y unida por puentes.
 
El Bidasoa, nombre de frontera, ha sido testigo de eventos históricos. Fue aquí, en la estación ferroviaria de Hendaya, donde en octubre de 1940 tuvo lugar aquella entrevista entre Franco y Hitler para llegar a acuerdos. 
El encuentro no tuvo éxito y los puentes de aquel entonces no tuvieron que permitir el avance del nazismo por la península ibérica. Hoy, como en los tiempos de guerra, los protagonistas son los migrantes, pero esta vez no son españoles ni franceses, son africanos.
 
Casi todos los días en las costas del sur español desembarcan hinchables y embarcaciones cargadas de africanos. 
 
Durante los primeros siete meses de 2018 casi veintiún mil migrantes han llegado a nuestras playas procedentes de las costas marroquíes y argelinas. Las estadísticas dicen que se trata de entre el 30% y el 40% de la inmigración irregular que cruza el Mediterráneo. 
 
Pero la mayoría de estas personas no llegan para quedarse, sino que quieren seguir viaje hacia el centro y el norte de Europa, siempre que logren superar los obstáculos que las distintas políticas migratorias ponen en su éxodo. Lo mismo que ocurre en Grecia e Italia.
 
No es fácil para los africanos, ni tampoco para los europeos, entender las maniobras políticas de los gobiernos europeos, que a veces son condescendientes con los africanos, pero otras los mandan de vuelta.
 
El puente de Santiago, uno de los que une Irún con Hendaya, es para los africanos un verdadero obstáculo. Del lado francés hay siempre algún policía que con un simple gesto les indica que den media vuelta. Pero cruzar el Bidasoa, después de haber cruzado el Estrecho de Gibraltar, no es un problema. 
Hay asociaciones a ambos lados del Bidasoa que trabajan a favor de los inmigrantes. Es el caso de la francesa SOS Racisme (www.sosracisme.org) y su homóloga española SOS Racismo (www.sosracismo.org), dos organizaciones nacidas en los años 80 con el fin de combatir el avance de los movimientos racistas y xenófobos. 
 
Junto con otras ONG, también los socios de SOS Racismo están colaborando en atender a los inmigrantes que llegan a Irún. Para estos voluntarios está muy claro: tras el rechazo de los inmigrantes no hay sino una actitud racista. «¿Dónde ha quedado la fraternitè?», se preguntan en el lado francés.
Javier Rubio


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