Retos de la educación
Una “pedagogía de la relación” basada en conocer y valorar lo que viven los demás. Experiencia didáctica en una escuela multiétnica holandesa.
Omar, Fátima, Alí, Mohamed, Hans, Verónika, Peter... tienen en torno a 9 años y están en quinto de primaria. Viven al sur de Holanda, en una pequeña ciudad que se llama Nieuwkuij, nombre impronunciable si no eres nativo del lugar, cosa que le ocurre a una buena parte de los alumnos de la escuela. Marianne Bloemendaal es la maestra de estos niños, y colabora habitualmente en una rúbrica de carácter pedagógico en la edición holandesa de Ciudad Nueva. «Esta colaboración –cuenta– surgió casualmente. Hace tiempo envié a la redacción un texto que hablaba de un niño que había perdido a su hermano y de cómo traté de involucrar a sus compañeros en este acontecimiento doloroso. A partir de ahí me propusieron escribir regularmente sobre lo que sucede en clase. O sea, que el hecho de escribir no se debe a una gratificación personal, sino lo hago para poner en circulación algunas ideas sobre la educación. Y esto es un buen acicate para estimular la relación con mis alumnos, que procuro vivir según la espiritualidad de la unidad. Y ahora mis “miniaturas”, que así se llama la sección, se publica también en la edición flamenca de Bélgica y sé que se utiliza como material educativo».
A modo de ejemplo de lo que acaba de decir Marianne, aquí va un principio educativo: «Empezar subrayando lo positivo que tiene el otro. A veces parece que los niños no logran ver nada bueno en sus compañeros, y evidentemente esto no favorece que haya un buen ambiente en clase. Un día vi una viñeta de Gibí y W doble que justamente animaba a ver el lado bueno de los demás. Se me ocurrió hacer una ampliación y ponerla en clase encima de una gran caja que llevaba una letra P. Durante ese rato de diálogo que tenemos todos los días, sentados en círculo, les expliqué el significado de la caja: en la caja sólo podían meter notas en las que escribiesen algo positivo (P) que hubiesen visto hacer a un compañero, o bien para pedir disculpas si es que se habían portado mal con otro. Empezaron tímidamente, pero luego se acostumbraron. Todos los viernes leíamos en voz alta las notitas: “Perdona, Sharif, porque te he insultado cuando jugábamos”; “Estoy muy contenta porque Fathia ha sacado buenas notas”. “Kishan ha recogido todos los abrigos que se habían caído al suelo”; “Perdón, maestra, porque esta semana no me he portado bien”; “Ronald esta semana se ha esforzado para no hablar mucho”. ¡Yo me quedaba muda viendo la sorpresa de los críos! Se daban cuenta de que podían descubrir lo positivo que ocurría a su alrededor e incluso ver cosas constructivas en los niños que no te gustan».
Resulta interesante saber de dónde le viene a Marianne el estímulo para llevar la espiritualidad de los Focolares al ámbito educativo: «He participado en varios congresos internacionales sobre educación –dice–, y cada vez he vuelto a Holanda con el deseo de trabajar en un proyecto que une a muchos docentes y pedagogos de todos los continentes. Holanda, aunque es pequeña, ha tenido y aún tiene muchas riquezas culturales que pueden ser innovadoras en el ámbito de la escuela y de la pedagogía. De hecho aquí podemos encontrar una gran variedad de escuelas y de métodos educativos, desde los más conocidos mundialmente, hasta los propiamente holandeses. Por ejemplo, he estado reflexionando sobre el pensamiento del pedagogo Kees Boeke, que no hay que confundir con el gran maestro de flauta del mismo nombre. Vivió en la primera mitad del siglo pasado y ya entonces intuyó que el gran reto de la educación en un futuro no muy lejano sería la multiculturalidad. Así que se preocupó de buscar un método para educar a los niños a una visión mundial de la cultura. Entendía que las escuelas eran como laboratorios, es decir, lugares para aprender cómo se vive en el escenario del mundo. En fin, la “cultura de la unidad” me lleva a descubrir y valorar todo lo bueno que hay en nuestra cultura pedagógica»