Hoy en día se producen situaciones familiares que hace años apenas se daban. Es el caso de los hijos que retornan a casa, tras una separación, acompañados de hijos pequeños o no tan pequeños. Entonces se producen nuevas formas de relación. Me refiero a las relaciones entre abuelos y nietos, como es mi caso, conviviendo bajo un mismo techo.
Mi nieta, de 16 años, está en plena crisis adolescente y dejó los estudios a mitad de curso. Últimamente no nos hablamos, es decir, no me habla. No es que hayamos discutido; sencillamente no le apetece hablarme.
Diariamente suelo prepararme una infusión después de comer y el otro día se me ocurrió preguntarle si le apetecía. Me miró extrañada, pues no se lo esperaba. Vaciló un poco y respondió afirmativamente. Preparé la infusión, se la llevé al salón y me retiré a descansar. Más tarde noté que la taza y el azucarero habían quedado en la mesita del salón.
Al día siguiente le volví a preguntar: «¿Te apetece una infusión?». Ya con un gesto más alegre me respondió: «Vale, sí». Y le llevamos su taza al salón… Digo le llevamos porque esta vez me acompañaba el «hombre viejo» (cf. Ef 4, 22-24), que habla por mí antes de que yo pueda pensar. Y le soltó a la joven: «Oye, si te olvidas de llevar la taza a la cocina, es posible que a mí se me olvide hacerte otra infusión». Se puso seria, se levantó y se marchó a su habitación. Al rato volví y la infusión estaba en el mismo sitio. El «hombre viejo» apareció de nuevo, pero esta vez reaccioné a tiempo, y en lugar de ponerme a reflexionar sobre como está la juventud, sencillamente recalenté la infusión e hice doblete.
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