«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35).
Este es el distintivo, la característica propia de los cristianos, el signo para reconocerlos. O al menos debería serlo, porque así concibió Jesús a su comunidad. Un escrito fascinante de los primeros siglos del cristianismo, la Carta a Diogneto, declara que «los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por la nación ni por la lengua ni por el vestido. En ningún sitio habitan ciudades propias, ni se sirven de un idioma diferente ni adoptan un género peculiar de vida»1. Son personas normales, como todas las demás. Y sin embargo, poseen un secreto que les permite influir profundamente en la sociedad y ser como su alma2.
Es un secreto que Jesús entregó a sus discípulos poco antes de morir. Como los antiguos sabios de Israel, como un padre respecto a su hijo, también Él, Maestro de sabiduría, dejó como herencia el arte del saber vivir y del vivir bien, que había aprendido directamente de su Padre: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15), y era fruto de su experiencia en la relación con Él. Consiste en amarse unos a otros. Esta es su última voluntad, su testamento, la vida del cielo que ha traído a la tierra y que comparte con nosotros para que se convierta en nuestra misma vida.
Y quiere que esta sea la identidad de sus discípulos, que se los reconozca como tales por el amor recíproco: