Vivo en una zona de Córdoba con dos tipos de población bien diferenciados: uno de nivel medio-alto y otro de nivel medio, que se ha visto muy afectado por la crisis económica y ha pasado a tener un nivel bajo o muy bajo.
Mi parroquia está situada en el centro geográfico de esas dos poblaciones. Como seglar animado por el espíritu de la unidad, siempre he sabido que mi trabajo debía desarrollarse en la parroquia. Durante bastante tiempo la llevaba un sacerdote con un gran corazón, pero con una edad y unos problemas físicos que no le permitían hacer más de lo que hacía, por lo que todos estábamos un poco frenados. Yo quería cumplir ahí mi compromiso cristiano, pero el tiempo pasaba y acabé pensando que quizá sería mejor ir a otra parroquia. En medio de este debate interior llegó la noticia de que el párroco había presentado su renuncia y que habían nombrado a otro nuevo, una persona joven, con cierta experiencia y muchas ganas de trabajar.
A los pocos días me puse a su disposición y me incorporé así a un incipiente grupo de Cáritas. Rápidamente comenzaron a llegar peticiones de ayuda de habitantes del barrio que no podían cubrir las necesidades elementales. Al principio empezamos facilitando alimentos a unas 10 familias, que poco a poco se han convertido en 130. Además, la ayuda se ha tenido que ampliar: ropa, enseres de la casa, medicamentos, etc.
Mi trabajo, que realizo con otra persona, consiste en tener un primer contacto con quienes solicitan ayuda. En esa primera entrevista tratamos de conocer sus necesidades, pero nos parecía poco la relación que nos proporcionaba el darles una bolsa con comida o alguna otra cosa, así que decidimos ir a visitar a cada familia a su casa para conocerlas mejor y así vieran que la parroquia está pendiente de ellos.