Jesús deja la región de Judea en dirección a Galilea. El camino lo lleva a cruzar Samaría. A mitad de jornada, a pleno sol, cansado por el camino, se sienta en el pozo que el patriarca Jacob había hecho 700 años atrás. Tiene sed, pero no tiene cubo para sacar agua. El pozo es hondo, 35 metros, como se puede ver aún en nuestros días.
Sus discípulos han ido al pueblo a comprar algo de comer. Jesús se ha quedado solo. Llega una mujer con un cántaro, y él, sencillamente, le pide de beber. Es una petición que va contra las usanzas de la época: un hombre no se dirige directamente a una mujer, y menos si es una desconocida. Además, entre judíos y samaritanos hay divisiones y prejuicios religiosos: Jesús es judío, y la mujer, samaritana. La confrontación e incluso el odio entre los dos pueblos tiene raíces profundas, de origen histórico y político. Y hay una barrera más entre él y ella, de tipo moral: la samaritana ha tenido varios hombres y vive en situación irregular. Quizá por eso precisamente no viene a sacar agua con las demás mujeres, por la mañana o al atardecer, sino a una hora insólita como aquella: a mediodía, para evitar sus comentarios.