Camomila era una trucha de río, de ésas que no van nunca al mar. Era pequeña e inquieta, muy, muy inquieta. Su mamá, doña Camila, a veces, y sólo a veces, se desesperaba. Sin embargo, había una vecina que siempre le regañaba y le decía que, por tantas energías que gastaba en enredar e ir de acá para allá, no crecería jamás. Aunque su opinión no era nada científica, hacía que Camomila se sintiera mal y acudiera a ver su reflejo en la superficie.
A su especie se la conoce como trucha marrón, pero ella de marrón no tenía nada de nada. Era de un color amarillento dorado, y con más lunares que ninguna otra. Camomila se sentía rara, diferente. En aquel río, no sólo los peces, sino todos los animales tenían un color parduzco y aburrido, que a ella le parecía maravilloso. Allí todos opinaban que aquellos colores eran lo más de lo más. Camomila llegó a pensar que ser así, de un color amarillo dorado, era un asco, y más siendo tan inquieta, pues llamaba mucho más la atención.