Después de la histórica y revolucionaria renuncia de Benedicto XVI, el 13 de marzo del pasado año el colegio de cardenales eligió al argentino Jorge Mario Bergoglio como nuevo sucesor de Pedro.
Desde el primer saludo a la multitud reunida en la Plaza San Pedro, el flamante obispo de Roma (así se presentó, con clara intención ecuménica y conciliar) supo ganar las simpatías populares y pareció cambiar los ánimos de muchos frente a las cerradas críticas de las que era blanco la Iglesia. No conviene soslayar que sin ese gesto de renuncia de Joseph Ratzinger, que marcará un antes y un después en la historia del papado, no hubiera podido darse el fenómeno Francisco. Benedicto XVI concluyó con ese gesto una larga concepción del papado como monarquía e inauguró los tiempos nuevos de esta institución. Llamó la atención la decisión y la velocidad con que el papa Francisco afrontó desde el primer momento múltiples situaciones, porque es bueno observar que al mismo tiempo que se comunica con la gente de manera comprensible y relativamente inmediata, toma medidas de gobierno: cambia personas y estructuras en el gobierno de la Iglesia. En pocos viajes (a la isla de Lampedusa, a Río de Janeiro en Brasil, y próximamente a Tierra Santa) Francisco ofrece la imagen de un papa que se encuentra cara a cara con todos. Su iniciativa para ayudar a detener la intervención militar norteamericana en Siria le devuelve al papado un rol importante en la política internacional en favor de la paz.