El pasado 13 de diciembre se estrenaba a escala mundial El Hobbit: la desolación de Smaug, segunda parte de la trilogía que adapta el libro de J. R. R. Tolkien El Hobbit, que Tolkien escribió para sus hijos y que fue publicado por primera vez en 1937.
El Hobbit Si el director Peter Jackson hizo de acróbata hasta conseguir que cada uno de los tres gruesos tomos de El señor de los anillos se transformara en películas de poco más de 120 minutos, con El Hobbit la alquimia fue exactamente inversa: ha convertido una novelita breve en tres extensas historias, es decir, en tres eventos cinematográficos que alimenten la taquilla durante tres años. En la primera parte, El Hobbit: un viaje inesperado, Jackson pudo desarrollar al detalle las escenas de acción y darles una pátina oscura a las criaturas que Bilbo Bolsón, su personaje principal, encuentra en su viaje; y el resultado fue magnífico. El Hobbit: la desolación de Smaug, ambientada en un lugar ficticio llamado la Tierra Media, habitada por elfos, enanos, magos y una raza pequeña conocida como hobbits, continúa la aventura de Bilbo Bolsón, él mismo un hobbit, en su periplo con el mago Gandalf y trece enanos, liderados por Thorin Escudo de Roble, en una búsqueda épica para reclamar la Montaña Solitaria y el reino enano perdido de Erebor. El marketing de esta nueva superproducción se puso en marcha con bastante antelación, y es que a principios de diciembre los fans ya podían adquirir la banda sonora de la película, un set exclusivo diseñado por Lego, adentrarse de modo online para viajar virtualmente por el mapa de la Tierra Media y participar en nuevos juegos de rol. Y hasta la aerolínea Air New Zealand presentó sus aviones pintados con enormes imágenes del dragón Smaug.