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El conflicto de la idolatría

Paolo Gulisano*

Tras el estreno de la segunda parte de El Hobbit el mes pasado, este mes se cumplen 122 años del nacimiento de J. R. R. Tolkien.
El 3 de enero de 1892, en Bloemfontein, en el estado libre de Orange (Sudáfrica), nacía John Ronald Reuel Tolkien, hijo primogénito de una pareja inglesa que se había mudado recientemente a la lejanísima colonia británica por motivos laborales. Ciento veintidós años después, el nombre de Tolkien sigue resonando, sigue significando fantasía, mito, aventura. Un aniversario que este año ha coincidido con el estreno de [la segunda parte de] la película de Peter Jackson, El Hobbit, basada en el libro con que Tolkien comenzó su carrera literaria hace 76 años. Sin aquel gracioso personaje, el hobbit, en torno al cual construyó su primera novela, probablemente todo el universo fantástico que Tolkien llevaba años elaborando nunca habría visto la luz; aquel tímido profesor habría seguido escribiendo con su lápiz y en sus cuadernos esas historias de elfos, de antiguos reinos que se levantan y que caen, historias míticas ambientadas en épocas arcaicas que casi con seguridad ningún editor habría publicado nunca. El film, valorado pero también discutido, es foco de varios debates entre los apasionados, expertos e incluso familiares y herederos del gran escritor inglés, pero en cualquier caso tiene el mérito de haber llevado una vez más al centro del interés público a un escritor extraordinario y nunca demasiado conocido ni suficientemente valorado. (…) La sabiduría de Tolkien se muestra en las palabras de Gandalf en la conclusión de El Señor de los anillos, donde dice: «Otros males podrán sobrevenir, porque Sauron mismo no es nada más que un siervo o un emisario. Pero no nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos, y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza. Pero que tengan sol o lluvia, no depende de nosotros». Éste es el manifiesto del realismo humano, profundamente cristiano, opuesto a todas las utopías y sus promesas engañosas e ilusorias.

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