Mantener la esperanza
Estamos rodeados de personas que nos recuerdan que las cifras del paro tienen rostro y no pueden sernos ajenas. A todos nos toca de cerca una crisis que va más allá de la economía, pues ha hecho tambalear la tranquilidad del mundo cómodo en el que hemos vivido hasta no hace mucho.
La generación que nos precede convirtió con su esfuerzo la posguerra en prosperidad. Los abuelos y bisabuelos de hoy nos devolvieron la esperanza. Gracias a ellos hemos gozado de una infancia sencilla pero alegre, con ilusión. Su proyecto truncado por una guerra civil comenzó a realizarse en nosotros. Nos enseñaron que había que esforzarse y pelearon para crear una sociedad más justa y con más derechos, en la que nadie pase hambre, en la que todo el mundo tuviera atención sanitaria y judicial, educación, seguridad laboral.
Pero olvidamos lo que cuesta ganar dinero y algunos poderosos y muchos aprovechados han abusado para enriquecerse. Resquicios de leyes incompletas en un habitual clima de prosperidad han sido la plataforma para que algunos robaran en un mercado liberado de prejuicios, con la complacencia de algunos políticos que olvidaron su función de servicio público. Luego perdimos el sentido de nuestro trabajo, pues ya no se trataba de crear una sociedad mejor para nuestros hijos, sino de disfrutar lo más posible derrochando los frutos que sembraron otros. Y cuando explotó la burbuja, se llevó por delante el trabajo y los ahorros de muchos, pero también la confianza y la esperanza en un mundo mejor.
Hay que volver a dar un sentido global a lo que hacemos. Levantarse cada mañana con la confianza de que nuestro trabajo vale. Por ello los que tenemos trabajo hemos de desempeñarlo con perfección y desinterés, tratando de dar lo mejor de nosotros mismos. Al fin y al cabo seguimos saliendo a la calle con la confianza de que no nos van a atacar, o que en la tienda no nos van a robar. Nuestra sociedad funciona y es solidaria; nunca hubo tantos voluntarios, tantas ONG, tanta colaboración.
Quizás soy ingenuo, pero creo en el ser humano. No puedo creer que todos los políticos sean corruptos. Confío en las personas, y espero que entre unos y otros saquemos al país de este pozo, porque de otras más gordas hemos salido. Hemos de pedir a los responsables que hagan bien su trabajo, como cada ciudadano. Incluso hemos de exigírselo mediante los instrumentos que la democracia ofrece. ¿Acaso no demandamos a un médico que pone en riesgo la vida de un paciente?
Y cuando hayamos conseguido superar esta crisis, no volvamos a nuestro pequeño paraíso de comodidad, porque el resto del mundo necesita nuestra colaboración. Hoy el objetivo es más grande: una sociedad sin fronteras. Los que tenemos trabajo y seguridad hemos de compartir con quien no tiene. Sólo así podremos crecer todos juntos y aspirar a una humanidad nueva, a un mundo más unido, que no es una utopía sino una necesidad de supervivencia.
José Luis Guinot
Angrois
El barrio de Santiago de Compostela donde el 24 de julio descarriló el tren Alvia se ha hecho famoso. No lo digo sólo por el trágico accidente que sesgó la vida a decenas de personas, sino por la reacción de sus vecinos.
No obstante la magnitud del accidente ferroviario, el peligro de explosiones, los cables eléctricos rotos, el caos y lo crudo de las escenas, los vecinos de Angrois fueron los primeros en acudir a auxiliar a las víctimas, y cuando los servicios de emergencias llegaron, ya habían sacado a muchas de los vagones. No pararon durante toda la noche, ayudando a los profesionales y llevando agua y mantas. A mi entender, fue un acto sublime de humanidad y amor al prójimo.
A los pocos días de la tragedia, empezó a organizarse por internet una recogida de firmas para que les otorguen el premio Principe de Asturias de la Concordia. Y me parece bien, porque la actitud de los vecinos de Angrois merece ser tomada como ejemplo de civismo y humanidad.
F. L.