La aventura de la unidad
Un carisma evangélico, fecundo y rico en aperturas. Una gran corriente de vida y pensamiento. Un pueblo nacido del Evangelio.
«La pluma no sabe lo que va a escribir, el pincel no sabe lo que va a pintar, el cincel no sabe lo que va a esculpir. Cuando Dios toma a una criatura para que surja en la Iglesia una obra suya, la persona elegida no sabe lo que tendrá que hacer. Es un instrumento. Y éste puede ser, pienso, mi caso». Esta clave de lectura la da Chiara a una historia mil veces contada y que suele empezar con un sencillo «Eran tiempos de guerra y todo se derrumbaba…». La segunda guerra mundial arreciaba y en Trento se sucedían violentos bombardeos. En ese contexto nació un movimiento que tiene las cualidades de una obra de Dios: «Fecundidad y difusión desproporcionados a cualquier fuerza y genio humanos; cruces, cruces y también frutos, frutos, abundantes frutos. Los instrumentos de Dios en general tienen una característica: pequeñez y debilidad… Mientras el instrumento se mueve en las manos de Dios, él lo forma con miles y miles de intervenciones dolorosas y gozosas. Así lo vuelve cada vez más adecuado a la tarea que debe realizar. Hasta que adquiere un profundo conocimiento de sí mismo y cierta intuición sobre Dios, y puede decir con conocimiento: yo no soy nada, Dios lo es todo. Cuando la aventura empezó en Trento, yo no tenía ningún programa, no sabía nada. La idea del Movimiento estaba en Dios, el proyecto, en el cielo».
Una chica feliz
Silvia, éste es el nombre de bautismo de Chiara, nace en Trento el 22 de enero de 1920 y es la segunda de cuatro hermanos. Su padre, Luigi Lubich, comerciante de vinos, ex tipógrafo antifascista y socialista, fue compañero del Benito socialista y acérrimo adversario del Mussolini fascista. Su madre, Luigia, alimentaba una sólida fe tradicional. Su hermano mayor, Gino, se metió en la resistencia cuando acabó medicina y luego se dedicó al periodismo (L’Unità). Un episodio de la infancia de Chiara, de 1930, nos lo cuenta Igino Giordani: «Un día iba caminado con paso ágil; parecía que la personilla sutil y graciosa se deslizase como un haz de luz flexible, velada por un vestido pobre aunque gracioso. Llegó al final de la calle del Torrione y de golpe se sintió invitada al martirio. Una invitación neta y repentina. Sorprendida, se detuvo; volvió su carita al cielo y dijo: “Sí”».