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Orbe, Antonio

Orbe, Antonio


Se nos marchó el padre Orbe En silencio se nos marchó, como si hubiera querido aprovechar el ruido de Pentecostés para con toda discreción dirigirse a la Casa paterna donde, según san Ireneo, los invitados conversan por siempre novedades con Dios. El 8 de junio, solemnidad de Pentecostés, moría el padre Antonio Orbe. El nombre quizás diga poco a muchos, pero algunos sentimos que ese día se nos desgarraban las carnes del alma: es mucho lo que recibimos sus discípulos. Estos días se me agolpaban en la cabeza y el corazón las imágenes de mi primer encuentro con él en su sobria habitación de la Universidad Gregoriana de Roma, donde enseñó e investigó por más de cuarenta años. Alguien me había advertido de su carácter esquivo: «No te sorprenda si no te recibe». Muy pronto comprendí que mi consejero se había equivocado: me encontré con un maestro atento, extremadamente respetuoso, sobrio, riguroso, que esquivaba a los diletantes, a los que pudieran hacerle perder el tiempo, a los que no estaban dispuestos a entregarse a una larga y honda conversación con los Padres de la Iglesia. Los que tratamos con él difícilmente nos podemos avenir a llamarlo profesor; Orbe era un maestro, uno de los grandes maestros del siglo XX, que revolucionó la manera de estudiar el pensamiento teológico de los primeros siglos cristianos, hasta el punto de que sus investigaciones, tanto sobre los autores heterodoxos como ortodoxos, pueden considerarse pioneras e inevitable punto de referencia en el ámbito de la investigación patrística. Hay asuntos difícilmente superables. Hace unas semanas le escribí a un eminente profesor de París para que pronunciara en Madrid una conferencia sobre algunos aspectos del gnosticismo; a vuelta de correo se excusaba diciendo: «¿Qué podría decir en ese campo después de la investigación del padre Antonio Orbe?» Sus trabajos sobre movimientos heterodoxos, como el gnosticismo o el marcionismo, resultan sorprendentes, pero no menos importantes son los estudios que llevó a cabo sobre autores como san Ireneo de Lyon, cuya riqueza nunca se cansó de exponer y proclamar, consciente de que abría perspectivas nuevas y profundas para la teología. Alguien escribió, hace algunos años, que el padre Orbe era un don del Señor para la Iglesia de hoy, aunque el sabor de su fidelidad y novedad sólo podría ser gustado plenamente por los creyentes y estudiosos de las generaciones futuras. No le gustaban las chapuzas; era hombre de horizontes grandes. Antonio Orbe era un jesuita, de los pies a la cabeza, contundentemente fiel, a pesar de las incomprensiones, gozosa y sencillamente libre a pesar de las apariencias.«Sea usted libre; sea libre», me repitió a propósito de los asuntos más diversos: desde los científicos y académicos a los más personales. Era un hombre de Dios, a veces con alma de niño, mezcla de candidez y travesura, a veces con una finísima ironía, a veces con una ternura espiritual rayana en lo divino, pero siempre ajeno a las estrategias de poder, a los fastos eclesiásticos poco evangélicos, al carrerismo, tan poco edificante. Era un verdadero vir ecclesiasticus, un hombre de Iglesia. Todo ello respondía al trato largo, hondo y finísimo con su Señor: yo vi cómo la luz del día lo sorprendía ante el Sagrario. ¡Siempre atento y vigilante! Ahora permítanme que lo vea más vivo que nunca antes, saboreando aquellas palabras de san Ireneo que tan bien supo explicar: «La gloria de Dios es el hombre viviente. Y la vida del hombre es la visión de Dios». ¡Bendito sea Dios que agració el camino de mi vida con un hombre tan sencillo y tan grande! Juan José Ayán
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