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EDUCACIÓN

Jesús García

Educar en tiempos de...
En una charla con un grupo de padres, alguien comentó que para alentar a sus hijos a estudiar, esgrimía insistentemente la crisis y sus consecuencias: escasez de empleo, excesiva competitividad, encarecimiento de los productos, carestía económica. Al poco tiempo oí a alguien decir que una de las peores consecuencias de una crisis es el pesimismo, o lo que es lo mismo, la destrucción de la capacidad de impulsarse hacia la ilusión, la creatividad, la esperanza... No se alarmen, no voy a hablar, como todo el mundo, de la crisis. O quizá sí. Sin negar lo que es evidente (otra cosa serían las razones que nos han llevado a ello), estamos de acuerdo en que la situación económica y social que vivimos también afecta a la educación. Prueba de ello son esas dos situaciones que he presentado al inicio. Por eso me atrevo a proponerles que ampliemos el foco de la crisis y vayamos más allá del aspecto económico. No es nuevo; ya desde el principio se habla de una crisis de valores unida a la crisis económica. Los adultos, a quienes se nos encomienda la misión de educar, tenemos una responsabilidad añadida: ayudar a nuestros hijos y alumnos a que superen, por así decirlo, este horizonte global de crisis. Y, precisamente por ello, nos dedicamos a educar. Cuando adoptamos una actitud pesimista, o sólo materialista, de alguna manera estamos cortando las alas a las posibilidades de superar esta situación. Nuestro papel es el de superar el horizonte del victimismo y pasar al de la responsabilidad. En cuanto educadores, tenemos la obligación moral de ayudar a nuestros hijos y alumnos a que encuentren en esta crisis razones para trabajar y esforzarse. Y esto, desde el optimismo y la esperanza. De hecho la crisis misma puede servir para transmitir optimismo o pesimismo. Veamos algunos casos. Podemos lanzar mensajes esperanzadores como «quizás tú puedas solucionar este problema», o lo contrario: «Tienes que estudiar porque la cosa va a estar más difícil dentro de unos años». Podemos impulsar el sentido del esfuerzo desde la alegría por el deber cumplido en el presente (y su oportuna recompensa), o desde la predicción de un futuro incierto. Podemos propiciar que estudien para colaborar a un futuro mejor («puedes ayudar a un gran número de personas»), o por el contrario alentar una visión de los otros como enemigos («en un incierto futuro habrá menos puestos para más personas»). Podemos estimular una visión del estudio como aquello que nos lleva a ser felices, en oposición a un pesimismo vago (en ambos sentidos) que nos anima a un simple «estar bien». Podemos, finalmente, hacer de cada sesión de estudio un momento “extraordinario” por la relación que establecemos con los estudiantes, por la novedad que aportamos en los contenidos, por la utilidad que pueden tener para el futuro de la sociedad o simplemente por el entusiasmo que manifestamos a la hora de educar. Se trata, en definitiva, de que la formación recupere el “aroma” de valores que nunca debió faltarle a la educación, de forma que volvamos a contemplarla como ese «arma cargada de futuro»; y eso puede conseguirse gracias a la situación de crisis. No quisiera dejar la sensación de que minimizo la crisis. Soy consciente del drama que muchas familias están viviendo. Pero me remito a Einstein: «Sin crisis no hay desafíos; sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla». lungar@telefonica.net



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