El ecumenismo es un gran impulso ideal hacia la plena unidad que ha atravesado el siglo pasado involucrando a cristianos de todas las Iglesias. Hoy está cambiando el paso.
Ciertamente hacía ya un tiempo que se venían notando, y cada vez con mayor decisión y empuje, los síntomas de este cambio. Y me parece que ahora los tiempos están maduros.
El hecho es que actualmente se puede palpar cierto cansancio entre quienes se dedican al diálogo, después de haber visto los resultados prometedores e incluso entusiasmantes de las últimas décadas. Además se puede constatar una lentitud agotadora en el proceso de definición de los puntos de convergencia en la doctrina y en la acción. Pero esto –ésta es la clave– más que desanimar, puede ser en cambio interpretado como una invitación a pararse un momento para preguntarse si no será conveniente emprender ahora otro camino para llegar a la meta.
Sin duda podemos preguntarnos si los obstáculos objetivos que aún quedan y que, por ciertas razones, hoy son percibidos con mayor nitidez que antes, no están acaso frenando la marcha de una manera providencial para que no nos hagamos la ilusión de llegar a la unidad según nuestros proyectos, nuestras medidas ni nuestros tiempos. La unidad, en definitiva, es un don gratuito y grande de Dios. Bien es verdad que hemos de hacer todo lo que esté en nuestras manos para reconocerlo y acogerlo cuando llegue el tiempo justo.
En otras palabras, lo que ahora vuelve a ser decididamente prioritario en la agenda del ecumenismo es la apertura absoluta a la acción del Espíritu Santo. Y ello requiere conversión continua y sin recelos del corazón y de la mente, y por tanto mucha oración, mucha escucha sincera, comprometerse recíprocamente en ponerse en la piel del otro y mucha paciencia.