Sin hacer ruido, como suele suceder con los hechos positivos, una guerra llega a su fin. La cumbre entre las dos Coreas, celebrada en octubre, estableció las condiciones para clausurar esa era de paz armada que ha regulado las relaciones entre ambos países. El conflicto, que tenía dividido al pueblo coreano desde 1950, ha pasado por momentos de diálogo difícil, ha visto la crisis económica y alimentaria en el Norte, y últimamente la tensión que provoca había contagiando a toda la comunidad internacional. La carrera nuclear de Corea del Norte y sus primeros ensayos con armamento sofisticado habían hecho saltar la alarma por la seguridad del mundo entero. Y de pronto, un golpe de timón; mejor dicho, dos, porque si llega a realizarse plenamente, pondrá límites a la influencia de las grandes potencias, especialmente la de China en el Norte y la de Estados Unidos en el Sur.
En la cumbre, donde están presentes las dos Coreas, China, Japón, Rusia y Estados Unidos, se ha visto el resultado de las negociaciones de Pekín sobre la cuestión nuclear norcoreana. Y lo bueno es que se ha alcanzado el acuerdo de desmantelar las instalaciones atómicas de Pyongyang a partir de este mes de diciembre. Gradualmente, Corea del Norte detendrá una importante instalación nuclear y desarrollará su programa atómico según un acuerdo garantizado y controlado por los seis países que han participado en la negociación.
En la declaración final no aparece la idea de un solo Estado, pero se recalca la determinación de eliminar los puestos militares existentes a lo largo del paralelo 38, que es la frontera desde 1953, así como la de establecer una zona especial de paz a lo largo de la costa occidental de la península, por la que discurrirá el transporte de mercancías. La idea es ampliar la experiencia de la zona económica especial de Kaesong, que fue instituida hace cinco años en la frontera y en donde más de 16.000 trabajadores del norte trabajan en industrias surcoreanas.
No cabe duda de que estamos ante algo que, aparte de sus aspectos militar, diplomático y económico, manifiesta una voluntad por parte de los coreanos de replantearse su futuro, yendo más allá incluso de la estricta reunificación política. Se intuye un decidido esfuerzo por la reconciliación del pueblo, por recuperar las raíces y los valores culturales, por ahondar en el diálogo y en la confianza mediante una relación entretejida de buena voluntad, acogida y respeto de los derechos humanos.
En este largo camino no ha faltado la aportación de los cristianos. En 1965 instituyeron la jornada de oración por la reconciliación y la unidad, que se celebra en torno al 25 de junio, fecha en que empezó una guerra que causó dos millones y medio de víctimas. No es casual que en la delegación surcoreana de las negociaciones estuviera el presidente de la conferencia episcopal, mons. John Chang. Era como la confirmación de una atención a los cristinaos de Corea del Norte (que formalmente pertenecen a la diócesis de Seúl), tejida de ayuda humanitaria, invitaciones a superar la división e iniciativas por la reconciliación. Más que un ejemplo, una estrategia.