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Vivir como separados en nuevas uniones

Julio Márquez

Dolor, marginación, complejo de culpa… y sentirse abandonados por la Iglesia. ¿Cómo reanudar los lazos?
«Durante años me había sentido como una “ilegal”, una clandestina, una marginada… Lloraba con la cabeza agachada cuando llegaba el momento de recibir la Eucaristía. Había recorrido todas las parroquias para sentirme parte de alguna, hasta que les informaba de mi estado civil… En cambio, en aquella sala todos compartían mis mismas penas y sentimientos. Todos buscaban un lugar en el que lo único que cuenta es amar, no el estado civil. »Mientras daba su testimonio, una mujer se echó a llorar porque no podía recibir la comunión. El corazón me dio un vuelco: era mi mismo llanto amplificado y que tenía en común con muchos de los presentes. Me veía reflejada en todos ellos. Cada uno de nosotros se reconocía con estupor en la historia de los demás. »Aproveché un momento de oración para dar gracias: dar gracias a Dios con la intensidad con que lo hace alguien que ha recuperado algo que había perdido, alguien que se siente comprendido; porque había encontrado el lugar que había estado buscando; pero sobre todo, porque interiormente estaba segura: Dios me ama inmensamente». Éste es el testimonio ofrecido durante un encuentro de Familias Nuevas por una persona separada, de las que cada vez hay más. En el período que va desde 1999 a 2008, años sobre los que el Instituto Nacional de Estadística ofrece datos al respecto, en España se produjeron más de 520 mil separaciones. Divorcios hubo más de 586 mil, pero tienen otro carácter. En cuanto a los hijos, según el Instituto de Política Familiar, que publica informes periódicos sobre distintos aspectos concernientes a la familia, en el periodo 2000-2006, entre hijos de separados e hijos de divorciados sumaban 1.750.000. Cualquier maestro o profesor que los tenga en su clase sabe reconocer en muchos de estos niños las señales de su malestar: bajo rendimiento y/o desasosiego. En muchas parroquias cada vez hay más bautizos de hijos de “parejas irregulares”. Muchas familias de separados y divorciados que han formado nuevas uniones tienen verdaderos dramas a sus espaldas y su situación se ve complicada a menudo por intrincados problemas económicos, judiciales y familiares. A los católicos, además, les está reservado otro tipo de sufrimiento que concierne a su vida personal de fe. Aunque muchos separados se mantienen fieles a sus promesas matrimoniales, muchos otros forman nuevas uniones por los motivos más variados. A éstos la Iglesia les pide que se abstengan de recibir el sacramento de la Eucaristía. Para quienes no tienen fe o no se encuentran en esta situación, es difícil entender lo duro que resulta en el momento de la comunión permanecer sentados en el banco, solos y con la cabeza gacha, mientras que los demás se ponen en fila para recibirla. En el último encuentro organizado por Familias Nuevas para separados que han vuelto a casarse, salió a relucir repetidas veces el sufrimiento y la marginación que experimentan los que se encuentran en una situación “irregular”. Tanto es así que durante la misa, en el momento de la comunión el celebrante invitó a los que “por cualquier motivo” no podían recibir la Eucaristía a que se levantaran igualmente y se pusieran en la fila para recibir una bendición. «Después de dos días de encuentro –cuenta el celebrante– nos conocíamos, habíamos intercambiado nuestras vivencias, se había establecido una relación de amistad, Jesús estaba presente en medio de nosotros como fruto de nuestro amor recíproco; por eso los invité a levantarse. Por su parte, ellos hicieron un gesto de obediencia a la Iglesia absteniéndose de recibir la comunión». Primero se levantó uno, después otro, después cien. Fue un momento muy conmovedor. «Se acercaban con lágrimas en los ojos. Anteriormente yo había hablado con ellos, conocía su situación personal; por eso me salió espontáneo animarlos mediante ese gesto físico de cercanía y de amor concreto, un gesto que espero que se extienda a todas las celebraciones eucarísticas». En los últimos años, estas separaciones tan numerosas y tan dolorosas, estas situaciones irregulares de tantos fieles han interpelado a la Iglesia, que quiere que sientan que Dios los ama a la vez que debe ser fiel al evangelio. «Ha sido enriquecedor participar en estos encuentros de separados que se han vuelto a casar –añade el sacerdote–. Aunque no puedan recibir la comunión, estas personas encuentran a Dios en el amor recíproco, leyendo el Evangelio, amando a Jesús en el sufrimiento, teniendo a Jesús en medio de ellos. Éstas son fuentes de Dios que a menudo descuidamos los que sí recibimos la Eucaristía». Al final del encuentro, un separado interpeló a los presentes que podían recibir la comunión: «Cuando comulguéis, acordaos que lo hacéis por nosotros también». ¿Adulterio? Estoy separada desde hace cinco años y tengo dos hijos. Conocí a mi marido cuando tenía 16 años y cuando tenía 18, mi suegra nos sugirió que fuéramos a vivir juntos. Para mí el matrimonio y los hijos eran importantes, mientras que para él no lo eran tanto. Después de convivir siete años, insistí en que nos casáramos. Sin embargo, cuando llegaron los hijos, él empezó a sentir presión, porque yo le recordaba sus responsabilidades, tenía que decidir conmigo a qué guardería o a qué colegio llevarlos, etc. Al final, en vez de su mujer, me convertí para él en su madre o su suegra. Él empezó a beber, a tratar de evadirse; quería su libertad. Le propuse que habláramos con un psicólogo o con un sacerdote, pero ni siquiera quiso que habláramos de nuestros problemas con otros matrimonios. Yo estaba tan cansada que le di un ultimátum: «Si quieres quedarte, bien; si no, vete. No quiero enjaularte, pero no puedo seguir viviendo como si fuera tu madre». Nos separamos cuando nuestro segundo hijo tenía 6 años. Él se fue de casa y encontró a otra mujer. Cuando me dijo que quería divorciarse, me pasé todo el día llorando. Para mí era inconcebible. Estuve deprimida durante meses. Me sentía impotente y ni siquiera podía ocuparme bien de los niños. Me encomendé al Señor diciéndole: «Con tu ayuda saldré de ésta». Cuando conocí a P., que también estaba separado y tenía tres hijas, me sentí comprendida inmediatamente. Nuestros hijos se hicieron amigos y empezamos a vernos más a menudo sin que tuviéramos nada en mente; simplemente nos encontrábamos bien juntos. En esos momentos de profunda tristeza que ambos estábamos pasando, era lo único bueno que nos sucedía. Cuando me di cuenta de que me había enamorado de él, por una parte lo veía como un regalo de Dios, pero por la otra estaba asustada, porque estaba cometiendo “adulterio”. Mi párroco, que me apreciaba, estaba preocupado por mí. Al principio fue duro conmigo, pero después me acogió, me acompañó y no me juzgó. Aún así, no fui a la iglesia durante un año; no quería tener conflictos internos. Me decía a mí misma: «¿Por qué no puedo vivir como los demás y ser feliz, después de todo lo que he sufrido?» Pero en el fondo no estaba tranquila. Después de un año P. y yo empezamos a asistir a reuniones de parejas. Maduramos mucho e incluso decidimos no tener relaciones. Ahora estamos viendo si se dan los presupuestos para que ambos podamos anular nuestros matrimonios. P. y yo somos un regalo el uno para el otro y nos ayudamos recíprocamente.



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