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Aparición en el bar

Juan Casal

Según la mentalidad más común, resulta más importante salir en televisión que la misma vida real.
Mi perro, que además de mío también es de mi cuñado, es medio tonto, pobrecillo. Cuando le señalo alguna cosa, no la mira; mira mi índice señalador. Pero tengo la impresión de que nosotros no somos mucho más inteligentes, porque cuando la televisión nos muestra algo, en lugar de mirar ese algo, es decir, analizarlo y sacar unas conclusiones, miramos sólo la tele: ¡Ha salido en la tele!, ¡lo han dicho en la tele! Tiempo atrás se decía: está escrito, está en los libros... Desde luego, el efecto de atontamiento generalizado es cada vez más fuerte. Hace poco me causó una enorme impresión una muchacha que decía, casi con desesperación: nosotros no existimos, existen sólo los que salen por televisión, los actores, los cantantes, los políticos... ¡sólo ellos! Una de las cosas que más me enorgullecen de mi familia es que, sin que haya habido por mi parte presiones ni prohibiciones de ningún tipo, la televisión se ve cada vez menos. Mi mujer dice que se ha desintoxicado de las telenovelas y las pelis; ahora, cuando quiere relajarse, ¡coge un libro o hace tareas domésticas! Mi hijo, que tiene dieciocho años, llegó a decirme una vez que nada de lo que sale por televisión es verdad. Un ochenta por cierto, le dije yo, que me quedé perplejo por su absolutismo pesimista, y al mismo tiempo orgulloso por su instinto a la verdad. Hace ya tiempo que Europa viene trabajando en su propia desmoralización, decía Kierkegaard hace ciento cincuenta años viendo la superficialidad de la derruida burguesía “cristiana” y la poquedad y disolución periodística de su cultura. Lamentablemente es así; basta ver el ardor con que se agarran con uñas y dientes al parloteo: ¡superficialidad o muerte! La televisión, que de por sí es un instrumento admirable para transmitir la verdad, el bien y la belleza (que sí, que sí, potencialmente), en un ochenta por cierto (seamos generosos) se transforma en instrumento de seducción de la banalidad, la mediocridad y el alineamiento bajero. Y el resultado es una chatura de vulgaridad difusa e invasora, más impalpable e irrespirable que el polvo, que tanto daña a los pulmones.

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