Tíbet, un país legendario, la meseta más extensa del planeta, que no cesa de inspirar ambiciones e interrogantes. La presencia-ausencia china, la ausencia-presencia del Dalai Lama, el ferrocarril, el desarrollo, la religión...
Voy a darme un paseo, el primero tras muchas horas de inmóvil movilidad. Dejo mi confortable coche-cama y recorro el pasillo del tren que me conduce al Tíbet. Los coches-cama populares tienen compartimentos sin puerta, pero la tecnología es de alto nivel, como esas bombas de oxígeno que permiten sobrellevar los problemas que provoca la altura. En los vagones de asientos hay de todo. Y en el último coche, de asientos duros, descubro a una familia de nómadas, los drokbas, vigilados por dos policías que no me permiten sacar fotos: tal vez sea una mala imagen de China... Están cocinando sus típicas tortas en el suelo y bebiendo té con manteca de yak, que tiene un olor penetrante, el olor del Tíbet. Gente feliz que no parece necesitar ninguna tecnología para vivir. A través de las ventanillas el paisaje es siempre igual y siempre distinto, agitado por el viento y azotado por el sol. El cielo, de un azul descaradamente intenso, lo realza todo: la tierra, el hielo, los yak, los inmensos prados sin hierba, el conjunto montañoso nevado... Encanto, meditación y curiosidad.
Un enorme esfuerzo
El tren T-27, el Pekín-Lhasa Exprés, es el mejor de China, el más cuidado y osado. En sólo 48 horas recorre 4.064 kilómetros, de los que más de mil se acaban de estrenar, entre Golmud y Lhasa, a través de la cadena montañosa del Kunlun y la meseta tibetana. El punto más alto es el paso de Tanggula, a 5.072 metros sobre el nivel del mar. La obra costó 3.300 millones de euros y se cobró al menos 40 víctimas entre los 30.000 obreros que trabajaron en condiciones extremas durante los últimos cinco años.