«Si el tiempo de la condena se vive “acompañado” de otro sujeto “atento”, las posibilidades de reincidir descienden muchísimo». Experiencia de un psicólogo que trabaja como educador en prisiones.
Privar de libertad a una persona «es un castigo gravísimo», asegura Santiago, que es psicólogo y trabaja como educador en una prisión. «Lo demuestra el hecho –añade– de que todas las culturas lo imponen cuando quieren castigar a sus miembros díscolos». Partiendo de esta premisa, se entiende que el trabajo cotidiano en la prisión, comprobando cómo se vive dentro y cómo se lleva a cabo el cumplimiento de las condenas es un asunto nada sencillo. Así lo razona: «Pretender que sólo el transcurso del tiempo produzca en el penado todos los cambios que precisa es pedir algo poco menos que imposible. Quizás tengamos ahí una de las causas de que nuestros centros estén llenos de internos que han vuelto a delinquir».
Santiago se confiesa cristiano y por eso mismo se siente impulsado a «ir más allá en mi trabajo». Le llama poderosamente la atención que Jesús incluyera la atención a los presos entre las demostraciones concretas de amor a Él mismo: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme…». Y además pone el acento en que «curiosamente también Jesús estuvo preso, fue procesado y fue condenado». Sorprende este modo de argumentar, pues tiene tintes de vocación. Ese querer «ir más allá», que se parece a un idealismo vocacional, le ha llevado a Santiago a hacer sus comprobaciones: «Si el tiempo de la condena se vive “acompañado” de otro sujeto “atento”, que puede ser otro preso, un funcionario, un voluntario, un profesional, el capellán, etc., las posibilidades de reincidencia descienden muchísimo». Y una vez constatados los hechos, puede decir con firmeza: «ese es mi empeño diario».
Señalemos un dato cierto: el condenado debe asumir la culpa y la responsabilidad por lo que ha hecho. Sólo a partir de ahí se puede comenzar a construir algo nuevo. «Pero es muy difícil conseguirlo solo –dice este experimentado educador–. Se precisa ese otro que aporte el espejo donde reflejarse, que sea capaz de devolver una figura seguramente más real que la que conoce el protagonista, alguien capaz de incorporar a la situación una ración de esperanza que el penado es incapaz de percibir por sí solo, porque se lo impide el miedo y el dolor». Dicho así, se intuye que la labor de Santiago tiene que ser delicada, un empeño que requiere mucha atención y por ello mismo es estimulante. Pero puntualiza: «Sin duda es eficacia profesional, pero también puede ser fruto del amor concreto, de ponerse en el lugar del otro, de llevar a la práctica la universal regla de oro: “Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti”. Es buscar el bien del otro, acompañarlo en su crecimiento personal, sostenerlo cuando flaquean sus fuerzas y motivar, motivar, motivar… Sólo así el tiempo de la condena será un periodo provechoso, porque el penado percibirá que nada se ha interrumpido ni paralizado».
Mientras escucho a Santiago, me pregunto si esos mismos argumentos no están definiendo la profesionalidad que él mismo parece poner a un lado. Y entonces me aclara que desde que conoció el Movimiento de los Focolares cuando tenía 14 años, no ha dejado de encontrar ejemplos de cómo hacer las cosas. Señala a Igino Giordani, de quien aprendió que «la caridad perfecciona la justicia», y también Chiara Lubich, que hablaba a menudo de «ver a Jesús en el otro», reconociendo esa «imagen de Dios» que es todo ser humano. Entonces entiendo mejor esto: «Jesús-médico, Jesús-diputado, Jesús-comerciante... En cada profesión es Jesús “encarnado” quien trata con Jesús-enfermo, con Jesús-ciudadano, con Jesús-comprador… y podríamos añadir: con Jesús-preso. La gimnasia de ponerme en el lugar del otro, o “hacerme uno” –continúa Santiago–, me capacita para sentirme enriquecido por el otro. Todo lo contrario a lo que habitualmente ocurre, que se da para recibir algo a cambio, como en un contrato». El paso siguiente es la reciprocidad, consecuencia de una opción libre para aceptar, respetar y valorar al otro en toda su dignidad. «Es un arte –dice– basado en el respeto mutuo. Y el fruto de ese respeto es la cercanía para poder aceptarlo con su humanidad, sin prejuicios ni críticas, sin barreras, queriendo su bien». Está claro que no habla de sentimientos, o no sólo de sentimientos, sino de voluntad: «Procuro amar cuantas veces sea necesario, identificándome con su pensamiento y con su realidad, sin tener miedo a perder algo de mí».