Muchas horas delante del ordenador. Ninguna privacidad en la red. Nuevas formas de socialización. Luego se vuelve al mundo real…
Pregunto: «¿Por qué entras en Facebook?». «Para ver si me ha buscado alguien y para saber qué están haciendo mis amigos en este momento. Además, voy a subir una foto mía de hace poco en la que salgo muy bien y voy a decirles que voy a ir al cine con mi chico», responde la muchacha, “alucinada” por el hecho de que los motivos no sean evidentes para mí... De hecho, a quienes no pasan muchas horas delante del ordenador –ya sea “chateando” (conversando, vaya) o intercambiando fotos y vídeos con otros internautas mientras escuchan música por los auriculares– les cuesta entender este extraño mundo.
Siempre conectado, superficial, pero interactivo: un mundo en el que se hacen varias cosas a la vez y, sobre todo, se renuncia a la privacidad “gritando” a los cuatro vientos el nombre, la fecha de nacimiento, fotos, intereses, vídeos, música favorita, actividades, inclinaciones, habilidades, preferencias, sueños, situación sentimental, desilusiones, esperanzas; un mundo en el que se intenta dar una imagen de uno mismo (un perfil) mejor que la de la vida real. Se llaman redes sociales y son el fenómeno del momento en internet. Todos hablan de ellas y quieren estar ahí. Los que no están son trogloditas prehistóricos, inexorablemente excluidos de las novedades que avanzan, frescas y socialmente irresistibles.
Imaginémonos una plaza tan grande como el mundo en la que todos viven en escaparates a la vista de los viandantes; una especie de “Gran hermano” de todos con todos. Bueno, no con todos: normalmente es posible permitir el acceso al escaparate sólo a los “amigos”. Ahí está, ésa es la palabra mágica: amigos. Cuantos más tengas, mejor. Pero cuidado, amigo lo puede ser cualquiera, incluso gente que conoces poco o nada y que simplemente te manda un mensaje en el que te pide serlo.