Una superficial igualdad está escondiendo las enormes diferencias que vive nuestra sociedad. Para salvaguardar la seguridad se sacrifica la libertad. Hay buenos motivos para hacer una revolución o al menos intentarlo.
La rebelión en mi familia había llegado a ser incontrolable, aunque a mí me seguía pareciendo incomprensible. Mis hijos (mejor no mencionar a mi esposa) ya lo habían intentado todo para convencerme. Pero yo seguía -y sigo- erre que erre: en caso de tener tiempo libre, seguro que es más entretenido mirar el tambor de la lavadora y su arte involuntario mezclando la ropa de color, que sentarse delante del televisor.
Además, nuestro televisor funcionaba perfectamente: sólo era cuestión de conformarse con su buen sonido. No me molestaba ese tono verdoso que tenían todas las caras, hasta las del telediario, aunque no fuesen películas de marcianos. Pero mis argumentos empezaron a peligrar cuando salían los políticos... ¡todos verdes! Parecía que todos estuvieran enfermos del hígado por una epidemia en el Parlamento. Por no hablar del negro de Los rangers de Texas. Eso sí que no sabía cómo explicarlo.
Ante tal problema, me dejé convencer para ir al centro comercial más cercano con el fin de cambiar nuestro televisor después de diez años de honroso servicio. La verdad es que procuré por todos los medios dirigirme a la tienda de animales, pero no hubo forma. Enseguida me di cuenta de que estábamos entre los seguidores de un nuevo culto: el culto al dios digital. Aquel gran espacio -imitación postmoderna de una basílica- estaba lleno de parejas, muchas de ellas con niños pequeños. Aquellos núcleos familiares de devotos se paseaban muy serios por los pasillos que exponían los nuevos modelos de televisores extraplanos. El precio de algunos podía compararse al de los más caros de los viejos televisores que yo conocía, pero la mayoría tenía un precio desorbitado, justificable sólo por idolatría. Las caras reflejaban preocupación y el tormento de estar calculando los plazos y lo poco que iba a quedar para sobrevivir. Pero la gente compraba y se apoderaba de esos aparatos como si estuviera pagando un rescate o logrando emanciparse. Y los miembros de aquellas pequeñas familias salían más unidos después de haber sido... salvados, más que complacidos, diría yo.
En un rincón del local estaban en liquidación, por dos duros, los viejos televisores de tubo catódico de siempre, anchos y pesados. Y yo, que no estoy dispuesto a empeñar un riñón para admirar a Lorenzo Milá a tamaño natural, me dirigí precisamente hacia éstos. Y en medio de una general desaprobación, salimos mi mujer y yo sosteniendo una enorme caja.