No hace mucho, una madre que asiste asiduamente a charlas y cursos de formación para padres me planteó su desaliento, fundamentalmente provocado porque no apreciaba ningún progreso en ella como madre y –lo que consideraba aún peor– tampoco lo veía en la educación de sus hijos. En un acto de extrema sinceridad exponía sus contradicciones y frustraciones. Contradicciones y frustraciones que ella, como madre, experimentaba a pesar de tanta información, formación y recursos como conocía. Y sobre todo me planteaba que en no pocas ocasiones se encontraba haciendo todo lo contrario de lo que había aprendido o comprendido acerca de la educación sobre sus hijos. En definitiva, muchas veces la educación de nuestros hijos nos lleva al “límite”. Cuántas veces hemos hablado de la necesidad de poner límites a la educación de nuestros hijos para ayudarles a crecer, pero nosotros, padres y madres, también tenemos “límites”.
Cuando la paciencia se nos acaba y nos encontramos ante la agresividad o incluso la violencia, cuando todos nuestros esfuerzos parecen desembocar en ninguna parte, cuando la respuesta que esperamos de nuestros hijos no llega, cuando nos parece que estamos perdiendo el control sobre la situación..., los padres nos encontramos ante nuestro límite y nuestros límites.
Por una parte, nos encontramos ante nuestros propios límites como educadores y como personas: sin recursos, sin propuestas, sin estrategias… Y, por otra, el proceso de crecimiento de nuestros hijos nos sitúa ante el límite de la educación. Aparecen los conflictos no resueltos (o resueltos inadecuadamente), las frustraciones, la sensación de fracaso o la impotencia ante las influencias negativas que nuestro hijo está recibiendo del exterior.
No resulta fácil afrontar estas circunstancias y, en la mayoría de los casos, tendemos a huir de las formas más sofisticadas: desde echar la culpa a influencias externas hasta la queja, desde el lamento por lo que podía haber sido y no es hasta posturas de desafecto o cierta ofensa, etc.