Europa ha celebrado su 50 aniversario. Acababa de salir del desastre de la última guerra mundial cuando unas mentes iluminadas (Adenauer, De Gasperi y Schuman) materializaron en sólo diez años una idea finalmente realizable: la unificación del continente a partir de un núcleo de países que con el tiempo se iría ampliando. De ese modo Europa se convirtió en un ejemplo para el mundo, porque fue capaz de elaborar su propio pensamiento a partir de sus fracasos.
Se empezó por los recursos que habían quedado, el acero y el carbón, y luego se planteó la posibilidad de un gran mercado único que paulatinamente evitaría las barreras aduaneras, permitiría la libre circulación de personas, reconocería las titulaciones profesionales, hasta definir unas reglas de convivencia compartibles por todos los ciudadanos. Y todo ello un en largo proceso que ha implicado arduas decisiones de los gobiernos y a veces de los mismos ciudadanos en referéndum. Es decir, todo empezó por unos acuerdos de tipo económico, aunque los fundadores albergaban la esperanza de una verdadera unidad política. Y cabe preguntarse hasta qué punto los europeos hemos sido conscientes de los valores que sustentaban todo el proceso, pues eran demasiado implícitos.
Probablemente la construcción de la unidad europea ha avanzado lentamente, con altibajos, porque la operación afectaba a los órganos vitales del cuerpo y se corría el riesgo de rechazo. De hecho se puede decir que ha sido un auténtico desarrollo fisiológico que ha permitido al organismo ir descartando sin demasiado dolor las células muertas de una vieja mentalidad y generar otras nuevas. Pero queda una duda: ¿sabrán los hijos de esta nueva Europa, que ya abarca 27 países, conservar la memoria de su identidad cultural, su ADN ético? Pueblos latinos, germánicos, eslavos... superando sus legendarios coflictos, reduciendo su rivalidad económica y hasta las mismas diferencias religiosas que los han llevado a guerrear durante siglos. Una buena señal es que el ecumenismo de los cristianos va por un camino irreversible, y del mismo modo, parece imposible que surja un conflicto armado entre los países miembros.
Por otra parte, cabe preguntarse si el proceso de ampliación será indefinido, dado que no dejan de llegar solicitudes de admisión, incluso desde fuera de Europa. Parecería que tanto empuje responde a una exigencia histórica, aunque siempre queda el temor de que cada nuevo injerto sea compatible con la planta. Al menos, por ahora, no sería indiferente reconocer que tenemos una misma matriz cultural, que ha forjado a todos los pueblos de Europa durante más de dos mil años, otorgándoles unas bases culturales y éticas comunes, antes que políticas. Cuando tengamos plena conciencia de esto, entonces estaremos en condiciones de imaginar que otras tradiciones culturales distintas pueden injertarse en la misma planta.