Durante más de quince años mons. Eugenio Romero Pose dirigió la colección “Fuentes patrísticas” de Ciudad Nueva. Dedicamos estas páginas a su memoria.
Estar con él era como abrir una puerta a otra dimensión, la de la sabiduría, la de la paz, la de Dios. Eugenio Romero Pose, mi querido obispo, era “mucho”, como dicen ahora los jóvenes. “Mucho Eugenio”, de verdad. En los primeros años 80, en la Facultad de Teología de Burgos, aquel joven sacerdote profesor de Patrología ya era para nosotros, jovencísimos alumnos, un referente especial. Cada tarde la cita era para tomar café en alguna de las habitaciones de la residencia. Siempre llegaba tarde, casi nunca tomaba café, pero nos alegraba el día. Siempre venía con una gran noticia, un descubrimiento maravilloso, y casi siempre se trataba de una idea, una frase, una historia, sacada de ese mundo en el que él se movía como nadie, el de la Iglesia primitiva. Su entusiasmo por la “novedad cristiana”, y por las infinitas consecuencias para la vida y para la cultura de los hombres de esa novedad, era inagotable.
Años más tarde, como obispo auxiliar de Madrid, yo recordaría aquellas “noticias de última hora” de don Eugenio, porque cuando pasaba por la Delegación de Medios para saludarnos, con esa alegre serenidad que lo caracterizaba, y le comentaba algún asunto de la actualidad, me decía alguna de esas ideas suyas, tan desconcertantes como certeras: “No pierdas la paz. En realidad, en el mundo no ha pasado nada importante desde el siglo IV, desde san Agustín”. El vivía así la actualidad –siempre desde la sabiduría de los Padres de la Iglesia, de los que era, sin duda, uno de los mayores expertos del mundo–, con una misericordiosa visión histórica del pensamiento humano, capaz de abrazar y de iluminar a un tiempo todas las vicisitudes del presente, de entablar un diálogo con todos, convencido de que el discernimiento de la realidad era ya el inicio de la resolución y de la superación de cualquier mal presente, así como de la valoración esperanzadora de tantas maravillas de la vida de la Iglesia, o de los signos de los tiempos de nuestro mundo, que él veía con una claridad que a los demás normalmente siempre se nos escapaba. Su talla intelectual, evidentemente inalcanzable para todos los que lo conocimos, no era altanera; al contrario, el “Ratzinguer español” era merecedor no sólo de respeto, sino de admiración por parte de cuantos intelectuales –creyentes o no creyentes– entraban en diálogo con él.
Si alguien está en el cielo, válgame Dios, ése es Eugenio Romero Pose. Mi certidumbre radica en que, cuando estaba entre nosotros, siempre te traía un pedazo de cielo. Estaba en Dios, y te mostraba a Dios. Daba igual si era en una reunión de preparación del Sínodo, en la presentación de un libro –siempre sacaba frutos de los libros que leía que al resto de los mortales se nos escapaban–, en un viaje, o cuando te encontraba por la calle e, igual que cuando era un joven sacerdote, te contaba entusiasmado la última noticia de sus descubrimientos. Y te cogía del brazo, y te regalaba alguna joya, alguna sentencia genial, alguna reflexión luminosa, del siglo IV como mucho, de ese mundo suyo, el único capaz de salvar al nuestro, en el que su autor preferido, San Ireneo, decía aquello de que “la gloria de Dios es la vida del hombre”. Desde luego fue su gloria, aquí en la tierra como en el cielo. Encomendémosle nuestras vidas, para que también sea para nosotros vida, vida entena, la Gloria de Dios.