Pablo escribe a los tesalonicenses cuando aún vivían muchos de los contemporáneos de Jesús que lo habían visto y oído, testigos de la tragedia de su muerte y del estupor de su resurrección y luego de su ascensión. Reconocían la huella que había dejado Jesús y esperaban su inminente retorno. Pablo amaba a la comunidad de Tesalónica, ejemplar por su vida, su testimonio y sus frutos, y les escribe esta carta y les suplica que se lea a todos (5, 27). Para seguir siendo «imitadores nuestros y del Señor» (1, 6), anota en ella unas recomendaciones que resume así:
«Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros».
El hilo conductor de estas apremiantes exhortaciones no se refiere solo a qué se espera Dios de nosotros, sino al cuándo: sin interrupción, siempre, constantemente.
Pero ¿se puede mandar que estemos alegres? Que la vida nos sorprenda con problemas y preocupaciones, con sufrimientos y angustias, que la situación social se muestre árida e inhóspita es algo que todos experimentamos. Y sin embargo, para Pablo hay una razón que puede hacer siempre posible «esa alegría» a la que alude. Él habla a los cristianos y les recomienda que se tomen la vida cristiana en serio para que Jesús pueda vivir en ellos con la plenitud que prometió después de su resurrección. A veces podemos experimentarlo: Él vive en la persona que ama, y cualquiera puede adentrarse en el camino del amor con desapego de sí mismo, con un amor gratuito a los demás, aceptando el apoyo de sus amigos, manteniendo viva la confianza de que «el amor lo vence todo»1.
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