La reciente publicación de la exhortación apostólica Laudate Deum ha sido tan valiente como la encíclica Laudato Si’ de hace ocho años, y se presenta como una actualización de esta. El Papa vuelve a mostrar su preocupación por el «cuidado de la casa común» que es «nuestro sufrido planeta», motivado por dos razones. En primer lugar, porque con el paso del tiempo advierte una reacción insuficiente «mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebra». En segundo lugar, para responder tanto a quienes cuestionan la «crisis climática global», como a quienes cuestionan que el cambio climático, aun siendo real, esté íntimamente relacionado con la dignidad humana en los pueblos más vulnerables, por sus efectos en la salud, el trabajo, el acceso a los recursos naturales, la vivienda y las migraciones forzosas.
El Papa aborda la crisis climática global, su paradigma tecnocrático, la debilidad de la política internacional y de las conferencias sobre el clima, y las motivaciones espirituales de su provocativo mensaje. Todo estaba ya planteado en la encíclica Laudato Si’, ahora añade nuevos argumentos y, sobre todo, se muestra preocupado por las «resistencias y confusiones» que en estos años han incrementado y contagiado a amplios sectores de la comunidad católica.
Conviene recordar que con la encíclica Laudato Si’ recibió, junto al reconocimiento de las organizaciones internacionales más sensibles con el cuidado de la naturaleza, el rechazo de ámbitos de poder económico y mediático que se sienten amenazados por las políticas de protección natural, y que utilizan como principal medio para defender sus intereses dos mensajes complementarios. Por un lado el mensaje negacionista, que pretende desmontar la evidencia científica desde planteamientos ideológicos disfrazados de argumentos pseudocientíficos alternativos. Por otro lado las campañas anti-Francisco, pues les preocupaba, y les sigue preocupando, la autoridad moral del Sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia Católica, autoridad moral acreditada por dos siglos de defensa de la dignidad humana y el bien común. La prestigiosa doctrina social de sus predecesores, desde León XIII ante la crisis social suscitada por la revolución industrial, hasta los últimos papas, san Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha mostrado la enorme preocupación por el cuidado del planeta.
Lo más grave para la conciencia social de toda persona, cristianos incluidos, es que ambos mensajes sean promovidos y financiados por empresarios católicos estadounidenses que ya estaban molestos diez años atrás con el entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio, cuando intentaron extender a Chile y Argentina las cenas benéficas presididas por prelados con las que formalizaban sus lobbys económicos. Bergoglio se negó a participar en esos eventos. El malestar fue a más cuando se vieron sorprendidos por su elección como Papa, y sobre todo cuando se publicó la encíclica Laudato Si’, pues no pocos inversores católicos sacaron sus acciones de empresas petroleras y del carbón estadounidenses.
Es indispensable calibrar la gravedad de este contexto para entender esta segunda entrega del magisterio profético del papa Francisco sobre el cuidado de la creación. Como se explica en la última parte de la exhortación, es una cuestión no solo científica y político-social, sino previamente teológica y moral, que implica la fe en la creación. El libro del Génesis dice que el único dueño de la tierra es el Dios que la creó, mientras que el hombre es solo un huésped suyo. Ello implica el compromiso moral de cristianos y hombres de buena voluntad por lo que el Papa llama el «antropocentrismo situado», a saber: «que la vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas, porque todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde».
No hay que dejarse engañar por quienes han puesto el grito en el cielo por esta exhortación, como lo hicieron hace ocho años. No solo en razón de la comunión eclesial (el sentir con el sucesor de Pedro para los católicos), sino pensando en cristianos de otras denominaciones, creyentes de otras religiones y personas de convicciones diversas que buscan la verdad y se resisten a ser enredados por las estrategias del engaño y confusión. Uno de los mensajes más destructivos, junto a todos los que tratan de contradecir las evidencias científicas, consiste en decir que el Papa, con estos pronunciamientos de su magisterio, se entromete en un terreno que no le compete, al tomar partido en el debate científico, como lo hicieron en su momento los teólogos que cuestionaron a Galileo Galilei. El argumento es falso no solo porque el Papa se suma al avance y no al negacionismo científico, sino porque lejos de jugar a científico se fía de quienes advierten gravísimas consecuencias sociales para esta generación y sobre todo para las próximas generaciones. De hecho, es el mismo argumento de los neoliberales más radicales, que consideran la ley de la oferta y la demanda en economía de mercado como una constante científica, tan incuestionable como la ley de la gravedad, y por tanto son inútiles y contraproducentes los intentos keynesianos de aplicar correctivos sociales, como son la defensa jurídica de los derechos de los trabajadores o la ayuda promocional (no sólo asistencial) al Tercer Mundo. También ellos llevan décadas diciéndoles a los papas: «zapatero, a tus zapatos», cuando denuncian las «estructuras de pecado» del sistema económico predominante.
Y la relación entre ambos ejemplos no es baladí porque, como denuncia Francisco en Laudate Deum, en ambas cuestiones late el mismo paradigma tecnocrático: «la ideología que subyace a una obsesión: acrecentar el poder humano más allá de lo imaginable, frente al cual la realidad no humana es un mero recurso a su servicio».