Una de las constantes de nuestro tiempo es que los idealismos sociales se van debilitando progresivamente. En el mundo occidental, y quizás también en el oriental, los partidos se deslizan hacia la crisis, se fragmentan y subdividen, e incluso aquellos que están en el gobierno ven disminuir su representatividad. También los sindicatos, históricos defensores de los derechos de los más débiles, registran una continua disminución de consenso y van en busca de su identidad entre reuniones y manifestaciones. Y hasta esa política alternativa de internauta que se desarrolla en los blogs, bastante iconoclasta por cierto, paulatinamente va decayendo en un estéril ejercicio de tirarlo todo por tierra.
Los ideales históricos parecen diluirse, mezclarse unos con otros y contaminarse, y de en medio de esa sopa se eleva un clamor que exige una figura catalizadora: un líder carismático que capte la atención de todos, suscite emociones instantáneas y prometa seguridad para el presente y el futuro inmediato, como si bajara del cielo, en lugar de salir del barrizal político. Y el líder pretende responder a todas las expectativas, como si fuera el producto de una detenida encuesta de mercado, y parece obedecer sólo a dispositivos de marketing. El atractivo de su figura es tal que ni las eventuales sombras éticas le afectan. Fenómenos como el «putinismo», el «sarkozysmo», el «berlusconismo», el «zapaterismo», el «barackobamismo» (quizás es pronto para decirlo), etc., etc. tienen relativa estabilidad política y social, pero su costo es alto, porque reducen el diálogo político a mera disputa, empobrecen los valores sociales y fomentan el individualismo en lugar de la solidaridad.
¿Qué se puede hacer cuando la historia contemporánea atraviesa una fase como ésta? Alinearse a izquierdas o a derechas no sirve más que para aumentar la tensión, la confusión y en consecuencia la necesidad de personajes fuertes. Pero las tormentas de arena se acaban antes o después, y así lo demuestra la historia. Más bien tendríamos que seguir siendo fieles a los valores y a los ideales y vivir nuestra ciudadanía como participación, que es la mejor manera de dejar un buen legado para el futuro. Y la consecuencia será que el verdadero personaje fuerte de la historia será un pueblo que vive el compromiso civil como servicio, integrado por personas de buena voluntad que persiguen la unidad y se lo juegan todo por construirla.