Contemplando la inmensidad del universo, la extraordinaria belleza de la naturaleza y su potencia, pensé espontáneamente en el Creador de todo y tuve como una nueva comprensión de la inmensidad de Dios. La impresión fue tan fuerte y tan nueva, que enseguida me habría hincado de rodillas para adorar, alabar y glorificar a Dios. Sentí la necesidad de hacerlo como si esta fuese mi actual vocación.
Casi como si se me abriesen ahora los ojos, comprendí como nunca antes quién es aquel a quien elegimos como ideal o, mejor dicho, aquel que nos eligió. Lo vi tan grande, tan grande, tan grande que me parecía imposible que hubiera pensado en nosotros. Y esta impresión de su inmensidad permaneció en mi corazón durante unos días. Ahora, rezar así: «Santificado sea tu nombre» o «Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo» es otra cosa para mí: es una necesidad del corazón. […]
Expresémosle nuestra alabanza con los labios y con el corazón. Aprovechemos para reavivar algunas oraciones nuestras cotidianas que tienen este objetivo. Y démosle gloria también con todo nuestro ser.
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