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La cultura yihadista

Bruno Cantamessa

El problema afgano no es la ausencia de democracia, sino una formación que echa raíces en la pobreza material y cultural.


Primero los talibanes bajaron de los montes, luego se evaporó un ejército corrupto y empezó la carrera de occidentales y miles de civiles para escapar de Kabul y del país. Y entonces ocurrió el ataque de Isis-Khorasan, en parte temido y esperado, que añadió más drama a la tragedia afgana. Los yihadistas de Isis-K reivindicaron esa feroz incursión que dejó entre 170 y 190 muertos (incluidos los 13 militares americanos) y unos 150 heridos. Un orgulloso comunicado de la agencia Amaq se atribuyó la empresa: «Hemos conseguido eludir la seguridad impuesta por las tropas norteamericanas y las milicias talibanes en Kabul y llegar a menos de cinco metros de las tropas americanas».
 
Más allá de la crónica de los episodios del drama afgano, que han ido llenado los medios de información de todo el mundo, cabe preguntarse qué es lo que empuja a una persona a hacerse estallar para afirmar que la única verdad es la suya y todo el mundo debe reconocerlo. Y es que, al igual que esos kamikazes del aeropuerto de Kabul, hay otros yihadistas dispuestos a inmolarse por la causa, tanto en las filas del Isis como en las de Al-Qaeda y en las de centenares de milicias menos conocidas. No solo odian a los infieles (el resto del mundo), sino que con frecuencia ni siquiera se soportan entre sí. De hecho, la intervención de Isis-K en Kabul más parece un intento por socavar el dominio talibán, o al menos recuperar un espacio a costa de ellos. Nosotros llamamos a esto fanatismo, y no conseguimos aceptar que se trata de un hecho cultural (por muy espantoso que sea) fruto de una formación. Los ocupantes occidentales nunca han afrontado el tema del reclutamiento capilar de jóvenes por parte de los yihadistas y las complejas conexiones familiares y tribales que ello comporta. Una formación unilateral y arbitraria, sin control alguno, ni siquiera religioso, que sigue tras una vasta labor de reclutamiento en un terreno abonado por la pobreza material y cultural en la que viven, en el caso talibán, los refugiados del noroeste de Pakistán y en el sur de Afganistán.
 

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