Durante las prácticas previas a finalizar sus estudios universitarios, el hijo de unos amigos se vio involucrado en un proyecto para el que aparecía adecuado. Aunque era el último en llegar y siendo alumno en prácticas, dijo: «Yo lo haría de forma distinta». Corría riesgo de equivocarse y parecer engreído, pero su propuesta resultó ser la óptima. Asumió un riesgo y acertó. 

 

Además de la admiración por esos padres y su hijo, he seguido dándole vueltas al asunto. Como él, hay muchos jóvenes que, como dice una canción que muchos hemos cantado, «son la humanidad que vive en el silencio y que quiere construir la nueva humanidad». No abren telediarios ni son portada de ningún periódico. En el mejor de los casos ocupan esas páginas que pasan inadvertidas, pero están ahí y a menudo nos los cruzamos en la calle, sin gritar ni pretender sobresalir por encima de los demás.

Hace meses, en conversaciones más o menos formales, se profetizaba de forma coloquial: «De esta saldremos mejores». Sin embargo, los grandes titulares parecen contradecir la profecía. La vuelta a la normalidad parece ser un regreso, algo más triste y pernicioso, a lo anterior. Miles de jóvenes se concentran los fines de semana con terribles consecuencias. No quiero ser ingenuo ni negar lo evidente, pero me preocupa la reiteración de titulares que, quizás sin pretenderlo, sirven de altavoz a dicho comportamiento. Me preocupa más que esos otros jóvenes creativos, solidarios y responsables no abran ningún noticiario. No me paro a pensar si numéricamente son más o menos, lo que me atrevo a afirmar es que, cualitativamente, actúan con más potencia y ejemplaridad. Lejos de mí juzgar a los primeros. Más allá de conductas incívicas o delictivas, además de responsabilidad personal hay mucha desestructuración e infelicidad.  

 

En mayo de 2020, cuando empezaba a vislumbrarse la desescalada, un estudio sobre la percepción social de la Covid-19 elaborado por sociólogos, antropólogos y politólogos de la Universidad de Zaragoza, apuntaba que «seremos más temerosos y desconfiados, pero más solidarios y creativos».

 

Pensando en ese informe y en esos jóvenes que no abren los informativos, percibo una especie de viento a favor que impulsa (no sin dificultad) la nave educativa en la que navegamos y nos estimula a utilizar todas las herramientas a nuestro alcance para ayudar a que las futuras generaciones construyan una sociedad mejor. Hace falta la tribu, y nuestro papel como padres, madres y educadores en ámbitos formales e informales es esencial.

 

La certeza de que esos jóvenes están ahí es el antídoto al derrotismo y el acicate para seguir educando para la vida. Quizás es el momento idóneo para proponerles retos, estimulando su voluntad y responsabilidad, su sentido crítico y el deseo de ser más solidarios y creativos. Son ese presente-futuro real y prometedor, son personas sólidas y solidarias que nos conducen a una normalidad realmente nueva.

 

Si aceptamos el desafío de acompañarlos, empezando por los más pequeños, desde una auténtica relación educativa estaremos sentando las bases de un cambio permanente y no solo de algo pasajero. Esta relación forjada de ayuda eficaz, de escucha, diálogo y sólidas propuestas de crecimiento es la que aguanta el peso de toda la dinámica educativa, aporta resistencia y evita el derrumbe del educando y de todo el proceso. Esta relación es el soporte para que las futuras generaciones asuman el riesgo de forjarse una personalidad inteligente que les permita desarrollar sus posibilidades y alcanzar una vida digna y feliz (y la de los demás también). 

Nuestros hijos y nosotros saldremos mejores si somos capaces de afrontar este riesgo y ayudar a que otros lo afronten. Hay mucho que hacer, reflexionar e incluso inventar al respecto. Hay más respuestas de las que pensamos.